Wednesday, July 16, 2014

Fiesta de disfraces


Estación de paso
Fiesta de disfraces
Adrián Acosta Silva
(Publicado en Campus Milenio, 11/07/2014)
La noticia escandalosa, colorida, que incluyó texto e imágenes, corrió como reguero de pólvora entre medios y redes sociales y fue comentada rápidamente por reporteros, intelectuales, analistas y opinadores profesionales y amateurs. Un grupo de jóvenes, muy jóvenes, vestidos a la usanza nazi –una imitación burda de los “camisas pardas”, con corte de pelo y bigotito hitleriano, botas militares, medallas de bisutería-, aparecen posando orgullosamente, felices, alegres y despreocupados frente a la cámara de un teléfono inteligente, seguramente de algún amigo al que se le ocurrió que era buena idea circularla en el face. Fue en Guadalajara, recientemente, en una casa particular o en algún salón de fiestas de los que abundan en todas las ciudades. Los participantes en la foto fueron ligados rápidamente al PAN en Jalisco, y encendieron las alarmas políticas partidistas, junto a interpretaciones instantáneas que invadieron las primeras reacciones frente a los hechos: neo-nazis infiltrados en la derecha jalisciense, hijos o nietos del Yunque –esa agrupación ultraderechista a la cual pertenecen o pertenecieron en algún momento el exgobernador panista de Jalisco, Emilio González, y su exsecretario general de gobierno, Fernando Guzmán-, “engendros político-militaristas”, adoradores ingenuos de Mi Lucha, ignorantes, esas cosas.
La reacción de los involucrados fue también inmediata. Los jóvenes se dijeron arrepentidos, y se justificaron afirmando que el vestuario era una indumentaria que se les ocurrió utilizar para una fiesta de disfraces, una “mala decisión” de su parte, según reconocieron. Los dirigentes del PAN se deslindaron, los del PRD los criticaron, los del PRI guardaron silencio. Después de la pequeña tormenta, los jóvenes disfrazados para la ocasión se declararon demócratas, cerraron sus cuentas en redes sociales, negaron sus simpatías por los demonios nazis, pero manifestaron también su ambigüedad respecto de la ideología del nacional-socialismo, afirmando que “tenía algunas cosas rescatables”, según afirmó uno de los actores fugaces de la colorida puesta en escena. El contexto, las reacciones, las palabras, los soponcios, iluminan un poco el signo de los tiempos políticos, las representaciones, ilusiones y fantasías juveniles, el vaciamiento del significado de las ideologías políticas, cierto desfiguramiento de las lecciones de la historia.
Si se mira bien, tomando el contexto mexicano reciente, el escándalo fue una de las tantas hogueras que se han encendido y apagado durante los últimos años en nuestra vida pública. Han sido, son y seguramente serán hogueras fugaces, fuegos fatuos de nuestra vida en común, atractivos por distintas razones para los medios y para los políticos. Ello no obstante, la mascarada post-nazi tiene su interés, pues revela cómo las prácticas culturales de ciertas franjas de los jóvenes, asociadas a imágenes, representaciones o idolatrías falsas o verdaderas, ingenuas o deliberadas, suelen aparecer de cuando en cuando (y de manera ruidosa) en la república de los escándalos. Que la suástica y Hitler, uniformes militares y cortes de cabello, sean empleados por algunos como disfraces para participar en una fiesta, es sintomático de la ingenuidad, la ignorancia, las fantasías e ilusiones que pueden anidar en ciertos sectores que luego pueden devenir en sectas, grupúsculos o sociedades secretas. Pudo también ser una decisión estúpida, y ya se sabe que nunca hay que subestimar el poder de la estupidez humana. Pero que esos jóvenes estén vinculados directa o indirectamente a organizaciones políticas habla mucho de la ambigüedad de los partidos, de la vacuidad del mundo de las representaciones políticas y culturales que surcan el ánimo público, donde viejos símbolos del nazismo pueden coexistir con los fusiles de oro del narco, con las cabezas rapadas de los líderes de autodefensas paramilitares, o con imágenes de enmascarados con carrilleras, pasamontañas y pipas. Son las sombras que habitan el imaginario de algunos jóvenes y adultos que pertenecen a los ánimos de este tiempo sin horizontes al que alguna vez se refirió con luminosidad literaria Sergio Pitol.
La ansiedad por la representación es el mar de fondo que gobierna los impulsos para intercambiar el anonimato del espectador por el protagonismo de los actores. Basta darse una vuelta a los “tianguis culturales” o algunas tiendas de música de cualquier ciudad grande para constatar que los símbolos nazis se promocionan abiertamente junto a los símbolos del amor y paz, calcomanías de mota o iconografías de Jim Morrison, que hoy pueden ser símbolos inocuos, inofensivos o irrelevantes para pocos o muchos. Para el caso de los tapatíos con botargas neonazis, el uso de indumentarias que se consideran apropiadas para una fiesta de disfraces, una mascarada, como postales de una época sin compromisos ni ideologías. Puede quedar como un acontecimiento anecdótico, una mala broma, una ocurrencia juvenil. Pero es sobre todo una metáfora involuntaria de los nacidos bajo una mala señal, justo como se titulaba la vieja canción de blues que ejecutaba con pasión y maestría el célebre licenciado Hendrix, allá por los lejanos años setenta del siglo del holocausto. Una señal acompañada por el humo, el vocerío, los gestos y la música de nuestra propia temporada de disfraces.

Thursday, July 10, 2014

Sociología del insulto

Estación de paso
Apuntes (imprecisos) para una (brevísima) sociología del insulto
Adrián Acosta Silva
(Publicado en suplemento Tapatío, diario El Informador, 6/07/2014)
Ahora que han bajado las aguas futboleras del debate público sobre el uso y abuso del conocido grito empleado por los aficionados mexicanos para dirigirse al portero del equipo rival, quizá valga la pena detenerse un poco a reflexionar sobre el significado general de los insultos en la vida social. Y lo primero que habría que reconocer es que la fenomenología del insulto forma parte de las relaciones sociales cotidianas, donde sus funciones son contradictorias, pues tienen que ver con prácticas de exclusión y discriminación, pero también con códigos de cohesión tribal, con el establecimiento de límites vagos entre la violencia verbal, la violencia simbólica y la violencia física.
La historia del insulto es larga y fascinante, sombría incluso. Su origen está asociado al temor a los otros, y esos otros pueden ser considerados como bárbaros, temibles, inferiores, o, de alguna manera, indeseables. Ese miedo inspira, en el fondo, la construcción de fronteras de segregación entre clases, estratos y grupos sociales, fronteras que luego suelen “naturalizarse” con el empleo de un lenguaje soez y ofensivo. Su uso cotidiano puede ser visto como legítimo, pero también puede ser analizado como expresión de un déficit civilizatorio, impropio de los tiempos democráticos, de respeto a los derechos humanos contemporáneos, y contradictorio de los principios contra la discriminación. Hay por supuesto varios tipos de insultos: el personal, el político, el social, el intelectual. El primero implica un asunto entre por lo menos dos individuos, que recurren a la descalificación del otro con una sarta de adjetivos empleadas para “eliminarlo” simbólicamente, a fuerza del empleo de groserías, gestos o, en el último de los casos, para anticipar el uso de la violencia física pura y dura. Las otras formas del insulto van de la mano de la injuria, la difamación, la ofensa o la calumnia, y forman parte del arsenal simbólico cotidiano para diferenciar, excluir, denostar o herir a ciertas ideas o a ciertos individuos o grupos, y por ello es también un instrumento de conflictividad social, de fractura y marginación. De manera paralela, el uso masivo y cotidiano de los insultos tiene propiedades cohesivas para tribus y pandillas, facciones y sectas, deportivas o no, y suelen ser empleados para fortalecer identidades y diferenciarse de los otros. La historia negra del nazismo, por ejemplo, muestra este uso selectivo de insultos para distinguirse del resto, para generar una conciencia de superioridad racial sobre la mayoría de los mortales.
Pero hay otro tipo de insultos más sofisticados e inteligentes, empleados cuidadosamente para vengar afrentas o para rebajar a los oponentes y adversarios. El insulto literario, por ejemplo. Schopenhauer, Wilde o Baudelaire lo elevaron al nivel de una de las bellas artes. Otros, como Borges, lo convirtieron en elogio, más que en denostación. Lo cierto es que hasta para insultar se requiere inteligencia, una práctica mordaz e irónica que, para ser efectiva, requiere de buenas dosis de ingenio e imaginación para penetrar profundamente en el adversario y en los enemigos. Vista así, un insulto facilón y pedestre es esencialmente un acto inofensivo, un grito sin gracia, una voz ineficaz, si no se recurre al contexto específico en el que puede tener los efectos deseados.
El uso de un insulto en masa es intimidante, aunque pueda ser divertido para los gritones. Y las masas suelen reaccionar, no juzgar. Schopenhauer escribió, a mediados del siglo XIX: “La multitud tiene ojos y oídos, pero no mucho más; a lo sumo una paupérrima capacidad para juzgar, e incluso escasa memoria”. Irónico y desconfiado, el gran ensayista alemán en poco apreciaba a las multitudes. Decía: ”Es poco lo que piensa la gran masa; pues no dispone del ocio y el ejercicio necesarios. De ahí que conserve sus errores durante mucho tiempo…”
El filósofo español Pancracio Celdrán publicó en 1995 un volumen titulado Inventario general de insultos, en el cual define al insulto como “un asalto, un ataque, un acometimiento”. Su función es mostrar desestimación, malquerencia por el otro, humillación. En particular la palabra “puto” tiene su origen en el siglo XV en España, y su acepción principal es las del “individuo o sujeto de quien abusan libertinos y degenerados, gozando con esa indignidad como goza hombre con mujer”, para utilizar las palabras de la época. Bernal Díaz del Castillo, en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España dirigió el calificativo a los indios, dados a este “pecado nefando”, como le califica el mismo. El significado del la palabra ha permanecido desde entonces como una descalificación de los homosexuales, como parte de los códigos morales y simbólicos del orden social mexicano de todos los días.
Nuevos tiempos han relocalizado el uso de ese calificativo, pero aún conserva su carácter hiriente, sus connotaciones peyorativas. El uso de esa palabra en los estadios por parte de los aficionados mexicanos fue un fogonazo en medio del mundial, y sus impactos e interpretaciones corrieron como pequeños incendios en varias direcciones. Para algunos es motivo de vergüenza y escarnio nacional. Para otros, un acto de barbarie. Para no pocos, un inofensivo acto de diversión “idiosincrática”, como lo llamaron las autoridades deportivas, el propio entrenador de la selección y no pocos periodistas y reporteros de la fuente. Para algunos más, es una expresión verbal que permite aplacar los impulsos de la violencia física de los aficionados. En cualquier caso, el acto y las reacciones son en sí mismas reveladoras de los tiempos que corren, una expresión del espíritu de los tiempos dominados por la adicción al escándalo y a los posicionamientos morales, políticos e intelectuales frente a prácticas impropias o inevitables de las masas. Pero, bien visto, el pequeño escándalo podría servir para realizar una buena sociología del insulto mexicano contemporáneo, algún esfuerzo sistemático y serio para determinar la función, los alcances, las propiedades disruptivas o cohesivas de los insultos en el orden social moderno.


De rectores y gobernadores

Estación de paso
De Rectores y Gobernadores
Adrián Acosta Silva
Publicado en Campus Milenio, suplemento del diario Milenio, 26/06/2014
En el centro del complicado tema de la tormenta política y social michoacana, la semana pasada el Congreso de esa entidad federativa nombró como Gobernador sustituto al ahora exRector de la Universidad Michoacana, el Dr. Salvador Jara Guerrero. Como se sabe, la renuncia, por motivos de salud, del ahora exgobernador Fausto Vallejo, implicó la sustitución del titular del ejecutivo estatal, mediante las formalidades y los procedimientos expresados en la propia Constitución local michoacana. La noticia, sin embargo “tomó por sorpresa” a los medios locales, nacionales y a la propia clase política local, según algunos medios michoacanos. En realidad, a una semana de su propuesta, es posible intuir que el nombramiento del Dr. Jara implicó un movimiento calculado y negociado por los diversos partidos en el congreso local, y no es descabellado suponer que el ejecutivo federal tuvo una participación importante en dicha decisión. Después de todo, ante la delicada situación institucional, política y social que vive Michoacán desde hace ya demasiados años, y ante el debilitamiento o desplazamiento de las fuerzas políticas locales por parte de las tropas de ocupación política y militar del ejecutivo federal de los últimos meses, es probable que, fiel a los usos y costumbres del viejo y nuevo oficialismo priista, la decisión de buscar la salida de un gobernador enfermo, cuestionado y políticamente muy debilitado, para sustituirlo por un perfil no tradicional, relativamente alejado de los escándalos e intereses de la clase política michoacana, fue una decisión fraguada en los salones, los sótanos o en los pasillos del poder político nacional.
Ello no obstante, no es sorprendente el hecho de que el Rector de una universidad pública antes, durante o después de su gestión universitaria pase a formar parte del funcionariado público federal, estatal o municipal, o del oficialismo político en turno. A lo largo de la historia de las universidades federales y estatales mexicanas, es (casi) una rutina que los rectores se incorporen en algún momento a la vida política en un escaño como diputados federales o locales, senadores, presidentes municipales, gobernadores, o como funcionarios estatales o federales. Y eso no tiene nada de nuevo. Una parte de los mecanismos formales o informales de cohesión y de movilidad política del régimen pre y post democrático mexicano, tiene que ver con la función no declarada de las universidades en la formación de cuadros políticos y funcionarios gubernamentales en todo el país. Casos y ejemplos sobran: Gerardo Sosa Castelán, exrector de la Universidad Autónoma de Hidalgo, pasó a ser diputado federal del PRI y luego del PRD; Raúl Padilla López y su hermano Trinidad Padilla López, ambos exrectores de la U. de G., luego fueron diputados local y federal por distintos partidos políticos; Alejandro Mungaray, exrector de la UABC, fue nombrado alto funcionario en el gobierno estatal de Baja California luego de su paso como rector; exrectores como Julio Rubio (de la UAM), o Jorge Carpizo (UNAM), fueron nombrados altos funcionarios federales luego de sus gestiones rectorales; Juan Carlos Romero Hicks, ex-rector de la Universidad de Guanajuato, luego fue electo gobernador de esa entidad por el PAN y de ahí pasó a altos puestos en la administración pública federal; los casos de los primos José Doger y Enrique Doger, exrectores de la BUAP, que luego han realizado carrera política como diputados, funcionarios públicos y uno de ellos, como Presidente Municipal de la capital poblana; o el caso de los exrectores de la Universidad de Sonora, Jorge Luis Ibarra, o de la UAEM, Rafael López Castañares, que luego de su período universitario fueron nombrados como directivos de la ANUIES, y en el caso del primero, es hoy secretario de educación del gobierno sonorense; el caso de Victor Arredondo, que luego de ser rector de la U. Veracruzana fue Secretario de Educación del gobierno de esa entidad; o el del exrector de la UANL Reyes Tamez Guerra, que durante el gobierno foxista fue nombrado como Secretario de Educación Pública.
En fin, hay una historia larga e interesante de intercambios entre los dirigentes y representantes universitarios con las fuerzas políticas en las escalas locales y federales. Y ello confirma que el puesto de rector universitario en México no sólo es un puesto que se deriva de los méritos académicos, sino en el que predomina su carácter esencialmente político, que tiene que ver con las alianzas, las relaciones entre los diversos grupos de universitarios con las fuerzas y partidos políticos locales y nacionales. Pero parece haber dos factores destacados en la explicación del porqué muchos rectores pasan a formar parte de las elites políticas mexicanas. Uno es la imagen de las universidades como instituciones relativamente neutras, alejadas de las prácticas políticas de partidos y gobiernos, que irradian cierta imagen de confiabilidad y respeto entre los políticos profesionales; la otra es la capacidad política de los rectores para construir esquemas de gobernabilidad aceptables para la conducción y coordinación de las universidades públicas, cuya vida política interna no se aleja demasiado de lo que ocurre con la vida política en general.
Esos factores parecen activarse en momentos de crisis políticas locales. Para el caso michoacano, la llegada de un académico que luego fue rector puede ser vista como una señal más de que el interés político del gobierno federal es dotar de mayor autonomía al ejecutivo estatal respecto de los intereses de la clase política local, intentando inyectar alguna dosis de respeto a la figura del gobernador. Por supuesto, no son los méritos académicos los que fueron considerados los principales atributos del Dr. Jara para ser nombrado gobernador sustituto, sino de que fueron consideraciones estrictamente políticas las que están detrás de tal decisión. Ello no obstante, todo apunta también a que la debilidad del ejecutivo michoacano frente al poder ejecutivo federal continuará en los próximos años. Ningún exrector puede por sí mismo cambiar los equilibrios políticos en sus ámbitos locales en base a sus méritos como académico o político universitario. Un gobernador requiere ante todo conformar una coalición política, una red de alianzas que le permita gobernar y tomar decisiones de acuerdo a los códigos, las reglas y las prácticas de la política realmente existente. Y los próximos meses serán vitales para que el respetado exrector universitario se convierta en un eficaz y legítimo gobernador estatal.