Thursday, August 30, 2012

Dilemas de la educación superior mexicana


Estación de paso
Los dilemas de la educación superior
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 30 de agosto, 2012.

La educación superior es, como todos los campos de la acción pública y social, una arena conflictiva, un campo de batalla. Por supuesto es una arena que tiene sus particularidades, sus actores, sus complejidades. Ahí se encuentran universidades públicas, el gobierno federal, los gobiernos de los estados, los sindicatos, las organizaciones estudiantiles, las universidades privadas grandes y pequeñas, los empresarios. Y todos ellos tienen una posición en el campo educativo, productos de sus historias y biografías particulares, sus intereses específicos, sus valores y finalidades propias. Esa diversidad se traduce frecuentemente en conflictividades diversas, en tensiones y contradicciones múltiples, en ciclos de acuerdo y de estabilidad a los que suelen seguir tarde o temprano episodios de inestabilidad y conflicto, como lo muestra cualquier acercamiento a la historia contemporánea de las universidades mexicanas.
Hoy, la educación superior es un tema importante no sólo en México sino también en el mundo. Organismos internacionales, gobiernos nacionales, académicos y expertos en los temas del desarrollo, coinciden en señalar que uno de los campos estratégicos de la acción pública es justamente la educación superior. Se trata no solamente de incrementar la cobertura, la calidad o la equidad de este nivel educativo, sino también de re-definir sus orientaciones, establecer prioridades, transformar sus dinámicas internas, para tratar de responder a desafíos tan amplios como son el rezago educativo, la desigualdad social, el crecimiento económico o las nuevas funciones que impone la sociedad de la información y la economía del conocimiento.
En este contexto, la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior, la ANUIES, publicó en abril pasado un documento importante al respecto. Se trata de una propuesta para reformar las políticas públicas de educación superior que se han seguido en los últimos 25 años, reconociendo sus logros, pero también sus déficits. Como todo documento público es un documento que invita a la reflexión y al debate, un texto no académico y sí político en el sentido estricto del término, es decir, es un texto que trata de incidir en la toma de decisiones públicas para los próximos años, y en particular, para el sexenio que recién comenzará el 1 de diciembre.
“Inclusión con responsabilidad social. Una nueva generación de políticas de educación superior” es el título del documento elaborado por ANUIES. Es un esfuerzo de balance y de propuestas de políticas para los próximos años, cuyo núcleo central es un decálogo de ejes estratégicos que van de un nuevo diseño institucional para la gestión y la coordinación de la educación superior, al reforzamiento de la seguridad en los campus universitarios, pasando por temas como el de la cobertura, la vinculación, la internacionalización, o el financiamiento de la educación superior.
¿Qué tenemos hoy ante nuestros ojos? Estamos ante un conjunto institucional conformado por más de 5,400 establecimientos públicos y privados, en el cual estudian más de 3 millones de jóvenes, atendidos por más de 280 mil profesores. Tenemos tres veces más escuelas superiores que Brasil y casi 100 veces más que Chile, por ejemplo, pero nuestros índices de cobertura son de los más bajos en América Latina: sólo 3 de cada 10 jóvenes en edad de estudiar (es decir, jóvenes de entre 19 y 23 años), están inscritos en alguna modalidad de educación superior. Además, nuestra tasa de eficiencia (es decir, la cantidad de jóvenes que egresan con respecto a los que ingresan) es del 50%, lo que significa que de cada 10 jóvenes que ingresan sólo 5 lo harán 4 o 5 años más tarde. Para colmo, tenemos una de las tasas de rechazo más altas del mundo: sólo 2 o 3 de cada diez lograrán entrar a la institución y carrera de su preferencia.
En estas circunstancias, la paradoja mexicana en educación superior es una auténtica tragedia contemporánea. En la época de bonanza del bono demográfico mexicano (tenemos más jóvenes que cualquier otra época de nuestra historia), la mayor parte de ellos deambulan entre el comercio informal, con empleo precarios, sin posibilidades o interés de continuar estudios superiores, y con pobres expectativas sobre el futuro. Tenemos pocos jóvenes inscritos en la educación superior, que son los sobrevivientes de un sistema altamente selectivo, que castiga las preferencias individuales, y donde, además, las trayectorias estudiantiles suelen ser poco exitosas. Luego de dos décadas de evaluación, de calidad y de financiamiento público condicionado y selectivo, los resultados son muy pobres. Por ello, el documento de ANUIES apunta hacia la necesidad de un cambio en el enfoque de las políticas públicas que permita resolver los dilemas estructurales y coyunturales de la educación terciaria en el país. Ya habrá tiempo de comentarlo en un una próxima ocasión.

Wednesday, August 15, 2012

La autoridad del fracaso

Estación de paso
La autoridad del fracaso
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 16 de agosto, 2012.

Las recién concluidas Olimpiadas de Londres, con la majestuosidad de sus espectáculos, sus récords, el medallero, las grandes y pequeñas hazañas de sus deportistas, las emociones que sólo dan las competencias entre individuos, equipos y países, pueden ser un pretexto adecuado para mirar como la ideología del éxito ha calado hondo en la imaginación y en muchas de las prácticas de las sociedades modernas. Está también el asunto de la política y de los negocios, de la mercantilización salvaje de los deportes y de los deportistas profesionales y amateurs, de la gran fiesta de la publicidad y del capitalismo deportivo. Pero de eso se puede hablar de manera independiente. Lo que aparece como relevante aunque poco apreciado es algo que puede ser visto como el lado oscuro de los juegos: el papel del fracaso.
La ideología del éxito posee, como se sabe, la flexibilidad del mármol. Supone que los individuos, los grupos, las empresas, los países compiten todo el tiempo entre sí, y sólo sobreviven los que son más hábiles, los más capaces, los más preparados, pertinentes u oportunistas. Una amplia oferta de esa ideología puede encontrarse en las estanterías de cualquier Sanborns, en los revisteros de los aeropuertos, o en los stands de cualquier Feria de Libro municipal, nacional o internacional que se visite. Ese sentido de competencia, se supone, está en la base del progreso y la prosperidad, el enriquecimiento, el liderazgo individual o colectivo. La cumbre de esta forma particular del pensamiento único son las competencias deportivas, con toda la parafernalia que las acompaña. Y son los deportistas los que recogen y expresan la presión ubicua del éxito, del triunfo, de obtener reconocimientos y medallas, que luego pueden volverse contratos de exclusividad con marcas de ropa deportiva, la promoción de refrescos o automóviles, el inicio de una carrera como comentarista deportivo en radio, televisión o medios impresos.
Y sin embargo, el éxito suele ser pobre, azaroso, improbable o imposible, justo como sucede en la vida misma, más allá de los estadios y de los mercados. Lo que predomina de manera absoluta es el fracaso, esa fuente legítima de autoridad de la que hablaba Fitzgerald. Y los individuos, los grupos y las sociedades lidian permanente con distintas maneras de sobrellevar el fracaso, de amortiguar sus efectos, de proporcionar esperanzas de que no todo está perdido, que la vida no se juega en un volado, es decir, en un acto fallido, en un fracaso.
Justo ese tema alimenta poderosamente a la literatura, al cine o a la música. El mundo de los perdedores, de los fracasados, es una fuente de inspiración tan potente como una droga. De Bukowski a McCarthy, de Robert Musil a Joseph Roth y de Borges a Rushdie, de Bob Dylan o Bruce Springsteen a Nick Cave, de Buñuel a Polanski o a Woody Allen, el fracaso es el objeto de narrativas inquietantes, divertidas, descarnadas, a veces convulsivas. Justo por estos días, por ejemplo, circula ya el último libro del escritor catalán Enrique Vila-Matas, cuya trama central es justamente la historia de un congreso internacional sobre el fracaso, en la que uno de sus personajes es un documentalista que trabaja en crear una película de la cual solo tiene el título: “Archivo General del Fracaso”. A manera de ensayo, presenta una ponencia que aspira a representar el fracaso total de un escritor y de un individuo: terminar su lectura con un auditorio vacío, donde la indiferencia y el aburrimiento han ahuyentado a los pocos asistentes.
Esta autoridad que sólo proporciona el fracaso ha tratado de ser exorcizada por los sacerdotes de la ideología del éxito. De hecho, suele ser una invocación incómoda y perturbadora para quienes han hecho de la adoración del triunfo y la condena de los perdedores una práctica habitual. Y sin embargo, como muestra la novela Aire de Dylan, de Vila-Matas, el fracaso es una práctica digna, un remedio contra el activismo desmesurado y contra las expectativas imposibles, propio de “indiferentes sin fisuras e ideólogos de la desgana”, como aspira a ser considerado Vilnius, el personaje central de la novela.
Ahora que aún resuenan los ecos olímpicos, con sus pocas victorias y muchísimas derrotas, el fracaso es el invitado incómodo de la fiesta, el demonio en el convento. A la ideología del éxito habría que oponer en estos casos la ideología del fracaso como elogio de los perdedores, de las fallas humanas y del imperio del sentido común. No tiene el glamour de la fama ni de la victoria, ni atrae la atención de los publicistas de ocasión, pero posee, en cambio, el poder de la amargura, del desencanto, que bien pueden disfrutarse en la penumbra de cualquier ventana con una taza de café y un buen libro a la mano, escuchando alguna canción con el requinto lúgubre de Neil Young como música de fondo.