Wednesday, September 30, 2009

1968:imágenes y representaciones

Estación de paso
1968: imágenes y representaciones
(Señales de humo, Radio U. de G., 1 de octubre de 2009.)
Adrián Acosta Silva

Hay una imagen –una fotografía tomada por Pedro Meyer- que ilustra las primeras ediciones del libro de Luis González de Alba, Los días y los años, en la cual un joven estudiante, parado en el toldo de un automóvil, habla frente a una multitud imprecisa que camina por las calles del D.F. Algunos prestan atención a sus arengas, portando pancartas que llevan palabras contra la represión, mientras que otros lo ven de reojo y algunos más no le prestan demasiada atención, entre risas y semblantes serios. Es una imagen hermosa, que simboliza muchas cosas, evoca otras, oculta algunas. La primera, la más evidente, es que se trata de un acto de libertad, en la que la voz de un joven parece representar la voz de muchos. La otra es la multitud misma: la imagen de una masa en movimiento, atenta y dispersa, habitada por jóvenes inconformes, protestando contra actos de la autoridad.
Esa imagen representa, insisto, muchas cosas del 68 y sus desprendimientos sociopolíticos y culturales. Simboliza el espíritu de libertad, de rebelión, de comunidad. Se trata también del ejercicio abierto de un derecho constitucional, el de expresión y manifestación de las ideas, un derecho que había sido prácticamente eliminado en los años largos del autoritarismo posrevolucionario mexicano. Pero la fotografía congela un momento, un contexto y una idea: es una rebelión anti-autoritaria, en contra de un estado de cosas asfixiante y represor, frente al cual había que oponer resistencia y enarbolar palabras como democracia, libertad y justicia. Y hacerlo además de manera festiva, sonriendo, ejercitando el humor y el carácter desafiante de la risa, esa muestra de irreverencia asociada al diablo y que tanto molesta a las mentalidades autoritarias y religiosas, como señala Milan Kundera en El libro de la risa y el olvido.
Las imágenes y las palabras continúan alimentando de forma poderosa el significado, o los significados, del movimiento estudiantil de 1968. De ahí abrevan las interpretaciones liberales, revolucionarias y hasta conservadoras del cambio político mexicano. Entre las elites políticas e intelectuales de hoy, persiste cierto debate en torno a lo que el 68 representa en términos sociológicos, históricos, políticos o culturales. En el santoral laico edificado desde hace más de 4 décadas, el 2 de octubre es una fecha relevante, una marca, un punto en la historia moderna del país que se manifiesta cada año en una enorme cantidad de artículos, reseñas, memorias, fotografías, documentales, películas, entrevistas a los protagonistas, mesas redondas. Se organizan marchas y mítines, se prenden veladoras por los muertos, se guardan minutos de silencio. Creencias y mitos, hechos e interpretaciones, representaciones simbólicas, nutren generosamente el imaginario y las prácticas políticas que se reconocen en el espejo del 68.
Pero hay también el lado oscuro de los saldos del movimiento. Es el relacionado con las prácticas violentas y los nuevos autoritarismos que se alimentan con nostalgias generalmente inconfesables de un pasado que nunca existió, como canta Sabina. Es la historia de la guerrilla urbana, del radicalismo depredador y la hiperpolitización salvaje que aún se desarrolla dentro y fuera de las universidades públicas. Es la moralina conservadora que exhuman gobiernos panistas, priistas y perredistas en diversas ciudades, que aspiran a un orden dominado por la disciplina y las tradiciones, con su correspondiente carga de exclusión, intolerancia y autoritarismo. Es el asambleísmo que domina aún las prácticas políticas en muchas organizaciones estudiantiles, sindicales y políticas, que apelan al espíritu del 68 para legitimar un discurso envejecido y antidemocrático.
En fin. El 68, sus palabras, sus imágenes, sus interpretaciones y prácticas, sus actores, sus nostalgias, sus logros y sus déficits, nos han acompañado en los últimos cuarenta y un años. Hoy se puede apreciar con mejor perspectiva la magnitud de sus impactos, la densidad de su complejidad sociopolítica y cultural, sus aportes a lo que hoy tenemos en nuestra vida pública. Entre los claroscuros, sin embargo, yo me quedo con sus luces: las que apuntan hacia la democracia y hacia la libertad, las que representan el ejercicio de los derechos cívicos, y las que fortalecen las prácticas ciudadanas. Prefiero seguir creyendo en la imagen del joven estudiante parado en el toldo de un automóvil, dirigiéndose a una multitud expectante y en movimiento, mientras en el fondo suena, como soundtrack de la época, la guitarra de Eric Clapton con Jack Bruce y Ginger Baker con Cream, la voz de Lennon en “Hapiness is a Warm Gun”, o las atmósferas alucinantes de Jim Morrison y los Doors en “The End”, mientras que al otro lado de la calle se escucha con fuerza “Mi gran noche” con Raphael, o “Hazme una señal”, de Roberto Jordán. Esa es la postal que puede caracterizar al 68, y que ilumina un movimiento sin el cual el país no sería lo que es hoy: una democracia de baja intensidad y escasa productividad pero democracia al fin; una vida pública plural pero capturada por zonas de intolerancia de izquierdas y derechas de diverso origen y motivaciones; una vida política que se debate entre el aislamiento de los partidos políticos y el activismo de algunos particulares. A cuarenta y un años, 1968 es un recuerdo pero también, por lo menos en parte, un proyecto inconcluso: el de un país más democrático, justo y libre.

Monday, September 21, 2009

Violencia, prudencia y espectáculo

Estación de paso
Violencia, prudencia y espectáculo
Adrián Acosta Silva
(Señales de Humo, Radio U. de G., 17 de septiembre, 2009)
Ciudad Juárez es desde hace tiempo un lugar demonizado (juzgado y condenado) por los medios nacionales e internacionales. Por las muertas de Juárez, o por las narco-ejecuciones de hoy, la ciudad es percibida como la “más violenta del mundo” dicen los diarios, o como el sitio en el cual no existe ni ley, ni orden, ni seguridad. Para algunos de sus habitantes, esa imagen es exagerada, incorrecta o incompleta, mientras que para otros es, por el contrario, mucho peor. Pero el hecho es que la gente sale todos los días a trabajar, va a la escuela, aprende a lidiar con el riesgo, y hasta organiza carnes asadas con cerveza los sábados y los domingos en sus casas o en el parque de El Chamizal, a unos metros de la frontera con El Paso.
¿Qué explica imágenes y prácticas tan contrastantes? Eso es un terreno de polémica y de apreciaciones, pero, bien visto, es un fenómeno que ha ocurrido antes y ahora, en otros lugares. Simplemente, hay que recordar cómo era vista por los medios la misma Guadalajara en los años setenta (con la guerra entre la FEG y la FER, o los bombazos de la Liga 23 de septiembre), como una ciudad comparable a Beirut, en Líbano, en plena guerra civil. Las apariencias y las creencias, por supuesto, siempre engañan.
Las cifras del miedo que proporcionan los medios de comunicación todos los días han colocado el tema de la violencia y el crimen como las señas de identidad de una sociedad en proceso de descomposición. Si uno hace caso a lo que dicen la prensa o la televisión, la situación de Juárez, Tijuana o Culiacán, hacen palidecer lo que ocurre en Irak o en Afganistán con la ocupación estadounidense. Eso ocurre si se mira el espejo que nos muestra a todo color y todos los días la república de los medios. Pero es un tipo de violencia específica, la criminal, la que ocupa el centro de la atención de medios, políticos y analistas, que la interpretan de muy distintos modos: como efecto de la pobreza y la desigualdad, de la inseguridad pública, de la mala educación, de la falta de valores, o, en el extremo de la desesperación espiritual, de la ausencia de la fe en Dios, o de Dios mismo, como aseguran con certeza inconmovible nuestros pastores laicos y religiosos.
La violencia que registramos es en efecto un fenómeno complejo que responde a diversas causas y que puede ser leído desde muy distintas posiciones teóricas o ideológicas. ¿Qué es lo que inhibe o minimiza la violencia criminal? Algunos dirán que una buena educación, otros que más policías y penas más duras, otros, como el Presidente Calderón, que toda la fuerza del Estado, con el ejército al frente y a los costados. Sin embargo, el tamaño y la densidad del fenómeno pueden ayudar a descifrar la complejidad del asunto, pero también a calibrar el tamaño y precisión del esfuerzo público para afrontar el problema.
El sociólogo Fernando Escalante muestra, en el número de septiembre de la revista Nexos (www.nexos.com.mx) que en realidad tenemos menos violencia hoy que en 1990. Con cifras y datos, muestra como la dura realidad de los números ilustra una violencia que no es la que nos muestran los medios. Tenemos más bien una re-localización de la violencia homicida que ha pasado del medio rural al urbano, y del sur hacia el centro y sobre todo el norte del país. En otras palabras, según Escalante, tenemos una nueva geografía de la violencia, pero también una reducción de sus indicadores e índices en muchas zonas, y el incremento relativo en algunas ciudades y regiones.
En estas circunstancias, la “cultura del miedo” –lo que eso signifique- parece haberse anidado en la república de los medios, más que en la cultura de los ciudadanos de la calle. Y eso no significa que las ejecuciones y los muertos, los secuestrados, los decapitados y desmembrados o quemados, no sean cosa de todos los días, que sean fruto de una pura invención mediática. No es eso. Lo importante es como esos datos no se reflejan en las prácticas de los ciudadanos de todos los días. Para decirlo de otro modo, si el miedo que transmiten los medios fueran de la magnitud cotidiana de sus imágenes sangrientas, Juárez y el país estarían paralizados por el miedo, y no escuchando música y organizando carnes asadas cada fin de semana. Eso muestra que las percepciones y representaciones del espectáculo de la violencia enfrentan, día a día, el filtro de la prudencia y escepticismo de los ciudadanos. Frente a la imagen de anarquía y desorden que pintan los medios, se imponen las rutinas, estabilizadoras y silenciosas, de la vida cotidiana.

Wednesday, September 02, 2009

Educación, ciencia y cultura: los vínculos extraviados

ESTACIÓN DE PASO
Educación, ciencia y cultura: los vínculos extraviados
Adrián Acosta Silva
(Señales de Humo, 3 de septiembre, 2009).

Instalados en la coyuntura del tercer informe presidencial, bajo el clima de aires encontrados entre el voluntarioso optimismo calderonista y el consolidado escepticismo público, el tema educativo reaparece como el telón de fondo de buena parte de nuestros grandes y graves problemas nacionales. Situados frente al drama de nuestra catástrofe educativa, en la cual reprueban niños, jóvenes y profesores, y en donde al lado de las lamentables condiciones de desempeño del sistema público de educación han florecido como hongos en tiempo de lluvias una multiplicidad de escuelas particulares de educación básica y superior en las poblaciones urbanas del país, la impresión de que estamos atrapados por la bestias negras de la incredulidad se recrudece frente al tamaño de los desafíos que enfrentamos desde hace tiempo.
Hoy, más de 32 millones de estudiantes están en alguna escuela del sistema educativo, en el cual laboran cerca de un millón y medio de profesores, que interactúan en 200 mil escuelas de todos los niveles educativos. Aunque hay zonas y territorios alimentados por prácticas educativas exitosas, en términos de sistema tenemos desde hace décadas un deterioro paulatino e irreversible del clima escolar y de las aportaciones y vínculos de la educación con el mundo social, cultural y productivo. A pesar de que se han emprendido diversas acciones e inyectado recursos cuantiosos al mejoramiento del sistema, ni la calidad ni la eficiencia ni el impacto de la educación han podido reflejarse positivamente en el bienestar, ni el progreso tecno-científico ni económico de la población mexicana.
No hay una explicación simple de lo que nos ha ocurrido, ni tampoco existen recetas milagrosas que permitan encontrar soluciones mágicas a nuestros problemas. Eso es ya parte de la sabiduría convencional de nuestro tiempo, aunque nunca faltan quienes afirman tener a la mano el aceite de serpiente que nos curará de todos nuestros males públicos y hasta privados. Sin embargo, sospecho que hay una relación fundamental que parece estar ausente en el análisis de lo que está ocurriendo en la educación mexicana: la relación entre educación, ciencia y cultura. Trataré de argumentar un poco esa intuición.
Uno de los motores que movilizaron durante décadas a la educación fue el de relacionarla con la cultura y con la ciencia. Eso lo sabía muy bien José Vasconcelos y la élite científica y política que le acompañó en el proyecto de construcción de la escuela pública mexicana. El Estado educador tuvo como eje el ligar la escolarización con la formación científica y cultural. Algo pasó desde los años setenta del siglo pasado que esa relación se desvaneció a la par del agotamiento de la escuela pública, la emergencia de un poder sindical depredador de los recursos, y la colonización de la educación por parte de intereses políticos, públicos y privados. Las crisis económicas experimentadas con crueldad cíclica desde los años setenta, han profundizado las rupturas y los abismos que separan a la educación con el pensamiento científico y la difusión y creación cultural. El resultado es lo que tenemos al frente y a los costados: una educación de mala calidad (pública o privada, no hay grandes diferencias), una ciencia aislada de la educación, poco desarrollada y mal atendida por el estado y por el mercado, y una cultura alimentada indistintamente por la charlatanería de ocasión, las modas internacionales, o por un cosmopolitismo ramplón disfrazado de innovación y creatividad.
Los descubrimientos científicos clásicos, la transmisión del saber, la buena literatura, son considerados como relativos en el espíritu de la época que acompaña los vínculos rotos a que me refiero. En nombre de la innovación y la creatividad, de la racionalización y de la rendición de cuentas, de la calidad, de la evaluación y sus derivados, la educación, la ciencia y la cultura se han aislado y han profundizado sus separaciones, y la simulación, el novedismo y hasta la metafísica han sustituido al gran proyecto educativo y cultural que pretendía la formación de ciudadanos abiertos al conocimiento, a la cultura y a la ciencia clásica y moderna. El canon científico-cívico-educativo ha sido sustituido por el canon de la impostura y la ignorancia franca. La política y la economía, la vida cultural y social, las escuelas públicas y privadas, son campos donde han cultivado y florecido figuras que representan muy bien el deterioro brutal del sentido institucional y social de la educación mexicana. Del expresidente Fox al millonario Vergara, de nuestro inagotable Gobernador a las torpezas y tropelías de la Maestra, del niño Verde a Juanito (ese grotesco personaje de la República de Iztapalapa), nuestra vida pública cosecha los frutos de temporada que el quiebre de los vínculos entre educación, ciencia y cultura ha producido en estas tierras tropicales.