Friday, June 13, 2008

Palabras mágicas

Palabras mágicas

Adrián Acosta Silva


A partir del gran libro de las revelaciones habitadas por los cuentos y relatos de Jorge Ibargüengoitia, sabemos con certeza que los mexicanos tenemos una relación difícil con las palabras. Ahí donde decimos quién sabe es que no; cuando decimos que mañana es que será en algún momento o nunca jamás; cuando decimos nomás la puntita estamos afirmando una mentira pudorosa. La lingua franca mexicana está llena de ambigüedades, dobles sentidos y contradicciones abiertas, pero es lo que hay, con eso hemos vivido y lo seguiremos haciendo muy probablemente de aquí a la eternidad, o cuando el destino nos alcance, que para el caso es lo mismo. Esta legendaria dificultad para relacionar las palabras con las cosas (una dificultad relativamente universal, según Foucault), es una de las dimensiones más fascinantes que habitan la cultura política mexicana y la cultura en general. Y los tiempos modernos -vale decir, los que nos llegaron con los años de las transición económica y política que nos ha traído con algún éxito y varios fracasos a las lodosas playas del siglo XXI- trajeron consigo entre otras cosas la pretensión de nombrar las viejas cosas con palabras nuevas, con la ilusión tan mexicana de que cambiando los nombres cambiarán las realidades que evocan.

Esta tendencia atraviesa todas las esferas de nuestra vida pública y privada. Pero es quizá en la esfera política donde se visualiza de mejor manera, más clara, este esfuerzo por cambiar las palabras como una estrategia desesperada o calculada para cambiar los hechos. Al viejo integrismo nacional-revolucionario que caracterizó el discurso político mexicano durante la mayor parte del siglo XX , basado en la idea de la unidad nacional, el autoritarismo presidencial priista, y la exaltación de la originalísima e insuperable idiosincrasia mexicana, se le opuso, lentamente primero y con fuerza incontenible después, el discurso neo-integrista habitado por palabras como competitividad, democracia, calidad, co-responsabilidad, ciudadanización, rendición de cuentas, transparencia, verbos y adjetivos que articulan varios de nuestros clichés post-democráticos más conocidos. Más que un lenguaje políticamente correcto, lo que se construyó en estos años de fervor por el novedismo conceptual y coloquial fue la edificación de palabras cuyo significado evoca una normativa discursiva adecuada para solucionar nuestros problemas, o para encontrar diagnósticos instantáneos sobre nuestros males públicos. De esa madera verbal está hecha buena parte de nuestra retórica transicional.

En la actualidad, dos son las palabras mágicas que se emplean con frecuencia pasmosa entre las elites gubernamentales y empresariales para tratar de exorcizar los males de nuestras sociedades y de sus instituciones: “calidad” e “integral”. Su uso es tan frecuente que ya se utilizan normalmente (es decir, sin razón y sin remedio) para acompañar propuestas y soluciones contra nuestros males públicos y privados. Hay otras, lo sé, pero éstas suelen ser sinónimos u operar como tales: excelencia, competitividad, innovación, etc. Pero las primeras se han vuelto parte del lenguaje de uso diario de políticos y empresarios, de ciudadanos, funcionarios de todo nivel y aún de analistas y opinadores profesionales de todos los medios. No es muy preciso el hecho de que “calidad” e “integral” signifiquen lo mismo para todos, pero eso es lo de menos. Lo importante es que las palabras se emplean para mostrar que son los atributos deseables para resolver casi cualquier cosa, desde la educación hasta la seguridad pública, desde la salud hasta la recaudación fiscal, la reforma energética, la lucha contra el narcotráfico o contra el cambio climático, la competitividad de las empresas, la reforma petrolera, las políticas de vivienda o de empleo, todo lo que el lector guste o se pueda imaginar. Como si la solución a los problemas públicos sea lo mismo que atribuir propiedades curativas a un determinado pan, a un suplemento alimenticio, o a la venta de una cocina (integral por supuesto).

La fascinación por estas palabras revela el espíritu de los tiempos, dominados violentamente por el lenguaje gerencial y el “emprendurismo” (versión muy mexicana del intraducible entrepreneurialism). Bajo el supuesto de que el exorcismo verbal es una maniobra suficiente para expiar todos los males, las palabras de marras juegan el papel de mecanismos simbólicos de supervivencia que se creen adecuados para enfrentar el vendaval de la globalización, la competencia por los mercados o la eficiencia en el gasto gubernamental y en la resolución de los problemas públicos; ello explica cómo la calidad y la búsqueda del santo grial de lo integral de las acciones públicas y privadas se han vuelto la parte medular de un discurso dominante y obsesivo. Las palabras se vuelven entonces en clavos ardientes para asegurar la fe en nuestras acciones y buenas intenciones. Sus antónimos revelan el lado oscuro de las cosas: las acciones deficientes, de baja calidad, y parciales (es decir, no integrales), están en el corazón explicativo de nuestras ineficiencias, de nuestros fracasos, de nuestras incapacidades públicas y privadas.

Por eso al Presidente Calderón le gusta machacar con las palabras de marras (a Fox y a Zedillo también les encantaba utilizarlas). Pero también forman parte de los discursos reactivos de empresarios, economistas y politólogos de ocasión, de sus asesores y consultores, más los exégetas oficiales y los amos de la sociología instantánea. Toda propuesta, programa o acción pública o privada que pretenda ser la solución a un problema debe tiene que ser de calidad y además ser integral, es decir, completa, armónica, coherente, sin contradicciones, tensiones ni ambigüedades molestas e indeseables.

El problema es que muchos de nuestros problemas públicos son justamente la expresión de realidades habitadas por imperfecciones, tensiones, contradicciones, insuficiencias, efectos perversos, ambigüedades, incapacidades acumuladas. Para decirlo de otra forma, la realidad pública es de baja calidad y es inconexa, desintegrada, incoherente. Exorcizar esas incomodidades es una tarea nominalista, es colocar verbos para transformar las realidades, sea a partir de discursos, de programas o de políticas “integrales y de calidad”. Ante la vasta colección de realidades indescifrables y prácticas imposibles, los liderazgos políticos y empresariales predominantes desde hace tiempo se han lanzado por el accidentado terreno de una cruzada nominalista para lidiar con los demonios públicos y privados. No importa que no conozcamos el perfil y tamaño de nuestros problemas, ni el origen ni las causalidades de los mismos, ni de los efectos estructurales o coyunturales que explican nuestras fatalidades e imposibilidades económicas, políticas o socioculturales. Todo es cuestión de programas “integrales y de calidad”, según los nuevos sacerdotes gerenciales, ordenados en los cánones “emprenduristas” de interpretaciones tropicales propias de estas tierras ignotas. Que Dios se apiade de nuestras almas.

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