Monday, May 04, 2009

Miedo: la invención de una idea

Estación de paso
El miedo: la invención de una idea
Adrián Acosta Silva

“A lo que más temo es al miedo”, escribió en alguna ocasión el célebre ensayista francés Michel de Montaigne, y esa afirmación ha recorrido desde entonces la espina dorsal de la intelectualidad política y cultural de buena parte de las sociedades occidentales. La frase formula una idea que ha tenido consecuencias políticas en distintos órdenes de nuestra vida social, a saber: que la creación de nuestras instituciones, de nuestras prácticas y valores cotidianos, de muchas de las creencias que habitan la imaginación individual y colectiva, están afirmadas fuertemente en el piso duro y a la vez frágil del miedo.
Desde este argumento, el núcleo central de ordenamiento de la vida en común no es la buena voluntad, el deseo o el interés, sino el temor al miedo. Y dos son los temores mayores que han estructurado la vida social contemporánea: el miedo a Dios y el miedo al Estado. Uno ha dado por resultado la construcción de una potente cultura del sufrimiento, de la culpa, y de la fe, como mecanismo de construcción de un orden moral, fuertemente custodiado por las iglesias. El otro ha dado por resultado el reclamo liberal-democrático por los excesos del poder político y del autoritarismo. Uno supone algún orden divino al que deben ajustar sus comportamientos los individuos, vigilados por los hombres con caras de santos, de sotanas púrpuras y báculos sagrados; el otro, un orden político cuyo rasgo deseable es la sociedad democrática, organizados en instituciones políticas habitadas por lo que Gaetano Mosca denominó “la clase política”. Lo que une estos fenómenos es el miedo, no la confianza; el temor, y no la fe.
Con baterías y acordes de requinto, en el rock también se ha reconocido la importancia del miedo. Decía el Jefe Springsteen en una canción (Devils and Dust) del 2005, que “el miedo es una cosa peligrosa”. David Gilmour y Roger Waters, de Pink Floyd, escribieron “El mismo, viejo miedo”, como una de las frases que cierran su célebre Wish You Were Here, de 1975. Estas referencias lúdicas quizá sirvan para mostrar la potencia simbólica y práctica del miedo, ese viejo combustible para que comunidades, individuos y sociedades procuren establecer reglas que minimicen la sensación de riesgo frente a las amenazas externas o los conflictos internos.
El universo de los miedos personales, privados, es tan amplio como la cantidad de individuos que habitan a nuestras comunidades. De hecho, las industrias cinematográfica y literaria han explotado con distintos grados de éxito y consistencia ese universo oscuro, desde Stephen King o Brian de Palma, a de Edgar Allan Poe y Joseph Conrad a Alfred Hitchcock. Pero existe un tipo de miedo específico, colectivo y público, que es el que provoca guerras, intolerancia, exclusión y discriminación. Es el miedo político. Y un libro del politólogo norteamericano Corey Robin publicado recientemente por el Fondo de Cultura Económica (El miedo. Historia de una idea política, México, 2009), da cuenta puntual de la trayectoria de la idea del miedo político, con referencia a la sociedad estadounidense, pero cuyos efectos se pueden extender a la nuestra. El argumento central del texto es que el miedo es un fenómeno político, desde el cual se construyen instituciones, culturas y comportamientos sociales, pero es también un dispositivo de dominación de las elites políticas, económicas y mediáticas.
El miedo al narcotráfico, el miedo al aborto, el temor hacia las nuevas tecnologías, el miedo a la crisis económica o a una epidemia, forman parte del menú de opciones del miedo político en nuestro contexto. Las vemos todos los días expresadas en las voces de los líderes religiosos, de los funcionarios públicos, de los dirigentes políticos, de los opinadores mediáticos. El miedo hacia lo de fuera, hacia lo externo, es muy bien explotado por las élites locales. Pero es el miedo entre los ciudadanos, en el trabajo, en el vecindario o en la escuela, el que propicia comportamientos perturbadores y extraños, que debilitan la cohesión social e incrementan la conflictividad no sólo contra la autoridad sino entre los propios ciudadanos. Los demonios del miedo político viven en el centro de nuestra vida pública.

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