Thursday, February 10, 2011

Memoria y espacio




Estación de paso
Bibliotecas personales: la memoria y el espacio
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 3 de febrero de 2011.

Todos, lamentablemente, hemos leído
Cesare Pavese, Leer (1945).
¿Qué importancia tienen las bibliotecas personales en la vida de los individuos?. ¿Cuántos libros de esas bibliotecas son suficientes? ¿Hay algún tipo de relación entre la bibliofilia y la expresión escrita? Al final de cuentas, ¿para qué sirve leer y acumular lo leído? Las respuestas a estas preguntas parecerían obvias, de cierto sentido común, pero no siempre ocurre así.
La lectura es un placer que por la fuerza de los años se transformó en obligación escolar, profesional o cívica. Desde los enciclopedistas franceses hasta los millones de creadores de Wikipedia (esa monstruosa enciclopedia virtual), la pretensión de reunir, clasificar y acumular el conocimiento en palabras transmitidas por medios escritos o electrónicos ha sido una empresa imposible, sujeta a caprichos, intereses y capacidades muy variadas. Las prácticas de escritura y lectura han descansado en esa pretensión heroica de acercar a los autores con los lectores, configurando un mercado dominado por empresarios y libreros. Pero la lectura es un acto personal, único e intransferible. Ello explica la práctica de la acumulación de libros en bibliotecas familiares y personales que reúnen en un solo lugar “la memoria y el espacio”, como sugirió recientemente el escritor español Javier Marías.
Hace unas semanas, por ejemplo, en el suplemento Babelia, del diario español El País (8/01/2011), se publicó un curioso reportaje titulado “Los escritores y sus bibliotecas”. Ahí, un pequeño grupo de escritores de habla hispana comenta sus impresiones en torno al papel de las bibliotecas personales en sus vidas privadas y oficios públicos. Como es de esperarse, los escritores elogian la importancia de acumular libros en espacios específicos, más o menos ordenados, que representan curiosidad, gusto e intuición, más que erudición u obligación. A muchos de ellos les gusta ser fotografiados con sus libreros, sus pilas de libros, a otros más bien alejados de ellos. Pero en todos los casos, sus bibliotecas personales les producen sensaciones y miedos extraños. Morir aplastados por sus bibliotecas, por ejemplo, es un temor expresado por alguno de ellos. La angustia por la pérdida de algún ejemplar apreciado es otro. La ansiedad por descubrir nuevas lecturas y universos bibliográficos parece ser el combustible de todos. La biblioteca personal como patrimonio pero también como promesa de nuevas lecturas o relecturas, como proyectos inacabables, como espacio privado al que se vuelve una y otra vez, que se expande y que se contrae, y que se alimenta periódicamente del azar, de la intuición o de la costumbre.
Cierto “egoísmo de casta” (como diría Cesare Pavese) se cuela por las palabras de esos escritores. Pero las bibliotecas personales revelan fundamentalmente un hábito de agradecimiento por los libros que les fueron dados a leer. En los tiempos en que el utilitarismo se ha convertido en el filtro de todas las cosas, el libro es un objeto típicamente inútil, como lo puede ser un cuadro de Hopper, una fotografía de Lola Álvarez Bravo, o un buen disco de Grand Funk Railroad. El clima cultural contemporáneo está dominado abrumadoramente por la función de utilidad que le puede representar al consumidor el gasto que hace en las cosas, por el rédito que le significa ahora o en el futuro el costo de un objeto. Los libros, hoy como ayer, están en desventaja frente al fetichismo de lo útil.
Por ello, las bibliotecas personales son el universo simbólico y práctico de los individuos, y en las páginas acumuladas se plasma la memoria de las conversaciones silenciosas, íntimas, entre el autor y su lector. Justamente por ello, la cantidad de libros no es un buen indicador de la calidad de las bibliotecas. De hecho, Borges afirmaba que 100 libros era ya una cantidad excesiva cuando se trataba de una biblioteca estrictamente personal. “Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo, hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos” escribió Borges en el prólogo de su Biblioteca Personal (Emecé, Argentina 1998). Ese encuentro produce la chispa que enciende la dicha por la lectura, y el afán de hombres y mujeres para acumularla y compartirla a través de libros acomodados en el suelo, en estantes de madera, o en algún rincón de los lugares que habitan cotidianamente. Si los libros, como las personas, han de tomarse en serio, como sugería también Pavese, las bibliotecas personales son el refugio de la memoria y la privacidad inalienable de los individuos y sus itinerarios culturales.

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