Friday, October 21, 2016

Dylan: música para infieles

Estación de paso
Dylan: música para infieles
Adrián Acosta Silva
(Campus-Milenio, 21/10/2016)

¿Qué cómo son mis canciones? Pues mire usted, tengo canciones de muchas clases. Aunque no lo crea, tengo canciones de cinco, de seis, de siete, de ocho y de diez minutos.
Bob Dylan, 1965


El Nobel de Literatura concedido a Bob Dylan ha encendido viejas polémicas sobre los criterios con que se adjudica el Premio. Sin embargo, parafraseando al clásico, premio dado ni dios lo quita. Por ello, actualizo un texto que escribí en 2012 con motivo de los 70 años de Dylan, y que fue publicado originalmente en el suplemento “Tapatío” del periódico El Informador, de Guadalajara.
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Hace medio siglo, en la primavera de 1962, un joven tímido, que apenas pasaba de los veinte años, de aspecto descuidado y, para más señas, oriundo de Minnesota, lanzaba al mercado un disco titulado escuetamente “Bob Dylan”. El acetato incluía 13 canciones dominadas por una voz de sonoridad extraña, guitarras y armónica, 11 de las cuales eran versiones de temas de autores clásicos del folk y del blues como Woody Guthrie y Robert Johnson, y sólo 2 eran creación de un tal Robert Zimmerman.
El disco colocaba en escena por primera vez el trabajo de un aspirante a músico que había recorrido cafés y cantinas de la costa este norteamericana buscando trabajo y algo de dinero ejecutando canciones propias y ajenas. Instalado en Nueva York, Dylan iniciaba un largo camino que le llevaría a la edad de 75 años y a la grabación de 39 discos como solista, más una cantidad similar de conciertos en vivo, grabaciones extraídas de sótanos, versiones de canciones inéditas, películas, homenajes, tributos. Si alguien le hubiese preguntado a los 20 años sus impresiones sobre el futuro, seguramente respondería como lo hizo en 1965: “Yo no tengo esperanzas de futuro y sólo espero tener suficientes botas para cambiarme”.
Un torrente de inspiración y ansiedad inundaba la vida de un muchacho gobernado por sus impulsos e intuiciones. Imágenes, frases, palabras, nutridas de la poesía, de la biblia y el talmud, de los periódicos y de la radio, habitaban la cabeza de Dylan, quien se negaba a dormir porque tenía que escribir canciones. El secreto del metabolismo dylaniano comenzaba a revelarse: la obsesión vital de escribir como el centro de sus ocupaciones; la absoluta necesidad de plasmar en sonidos, palabras y oraciones sus impresiones, convicciones y creencias.
La fuerza de ese metabolismo acaso explica mejor su capacidad para cambiar de máscaras y ambientes de manera prodigiosa. Su vaguedad letrística, su eclecticismo sonoro, su capacidad para crear canciones en atmósferas imprecisas, han marcado una trayectoria de aguas profundas. Rebelde a las etiquetas y a los encasillamientos, escéptico frente a los halagos y las lisonjas, Dylan ha construido un personaje desligado de la persona; un músico que no se parece al individuo; un alias que puede ser cualquiera.
Un puñado de temas dominan la obra dylanesca: el poder, el conocimiento, la guerra, la soledad, los negocios, el amor, la salvación. Pero es quizá la figura del nómada, la experiencia de viajar y trasladarse continuamente de un lugar a otro, caminando, a bordo de automóviles, autobuses o trenes, el centro de la inspiración de Dylan. La experiencia del vagabundo eterno, del flàneur, como maldición: condenado eternamente a describir e interpretar lo que ve, a registrar con música y palabras el mundo y sus fantasmas, sus ángeles y demonios; el errante como representación de la sobrevivencia.
Luego de cinco décadas, Dylan significa el mito y la ruta, el crucero del camino y el grafiti lírico y sonoro, la señal y la ausencia. Muchos Dylans habitan todo este tiempo. Símbolo de los baby-boomers de la segunda posguerra, que dominó los cánticos de protesta y rebeldía de la primera mitad de los sesenta –desde The Freewheelin´ (1963) hasta Higway 61 Revisited (1965) y Blonde on Blonde (1966)-; el músico que abandonó un concierto folk en Nashville por los abucheos que una multitud furiosa exclamaba ante la irrupción de la guitarra eléctrica en las manos de un infiel, en pleno proceso de transformación hacia el sonido del rock. El Dylan de los primeros setenta es un compositor que se sumerge en las penumbras del desencanto y la melancolía -Blood in the tracks (1974)-, hasta el que al cierre de la misma década encuentra en el cristianismo una fuente de inspiración tan legítima como cualquiera –representadas por Slow Train Coming (1979) o Saved (1980)-, para luego recorrer los ochenta y noventa con el regreso al espíritu agnóstico de Infidels ((1983) y al sonido duro del rock con Under the Red Sky (1990). Eso preparó el camino para cerrar el siglo XX y comenzar el XXI, reposando en las aguas tranquilas del blues y del rock, con la cuatrilogía maestra de Time Out of Mind (1997), Love and Theft (2001), Modern Times (2006) y Togheter Through Life (2009), haste llegar al “estilo tardío” dylaniano con Tempest (2012), Shadows in the Night (2015) y Fallen Angels (2016).
A sus 75 años, Dylan ha acumulado reconocimientos y premios, desde Doctorados Honoris Causa por parte de prestigiosas universidades estadounidenses hasta el Premio Príncipe de Asturias en el 2007, el Pulitzer en 2008, y ahora el Nobel de Literatura. Sin embargo, también ha recibido el reconocimiento de sus colegas, como el homenaje que en 2011 le rindieron, a propósito de sus 70 ños de edad, ochenta cantantes y grupos de todo el mundo con el disco Chimes of Freedom, donde interpretan alguna de las canciones producidas por Dylan en el último medio siglo.
¿Qué se puede agregar a una trayectoria de errancias como principio y fin? ¿Cómo descifrar la relación entre nomadismo y supervivencia? ¿Qué podría decir el propio Dylan de su trayectoria, de sus canciones y de sus siete décadas y media de vida?. Sospecho que su mejor respuesta sería la contenida en la frase de My Back Pages, al recordar los primeros, hoy lejanos años sesenta del siglo pasado: “Ah, pero entonces era mucho más viejo/Soy más joven ahora”.


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