Thursday, June 15, 2017

Cofrecillo de dos llaves



Estación de paso
Cofrecillos de dos llaves
Adrián Acosta Silva
(Campus Milenio, 15/07/2017)
En el origen de las universidades está la disputa por los reconocimientos y los privilegios asociados al prestigio y a las relaciones de poder de unos sobre otros. Títulos y diplomas, sellos y borlas, togas y birretes, simbolizan el acceso de ciertos individuos a los secretos del saber universitario. Por ello, hoy como ayer, concluir estudios universitarios es motivo de una celebración, de una fiesta compartida entre los egresados universitarios y sus amigos y familiares. La obtención de un título es el símbolo de un trofeo de poder (una licencia para ejercer una profesión), fruto de las oportunidades sociales y de los méritos individuales, la construcción de un estatus que puede y debe ser exhibido y compartido, un ritual que mezcla costumbres arraigadas y “tradiciones inventadas”, como les llamaba Hobsbawn.
La experiencia práctica y la sociología de la educación ya lo han estudiado abundantemente. El poder del saber legitima al poseedor de un título universitario con una posición de ventajas comparativas en relación a muchos otros. La masificación de la educación superior experimentada con fuerza desde los años posteriores a la segunda guerra mundial significó la expresión socio-demográfica de un proceso de “modernización espontánea” de la educación superior mexicana y de muchas otras en el mundo. Por vez primera en su historia, la universidad dejaba de ser un espacio capturado por una élite para convertirse en una institución mesocrática, donde los primeros miembros de clases sociales y genealogías familiares enteras lograban ingresar a alguna carrera universitaria, llegando a las puertas de la universidad para obtener un título que les permitiría distinguir su nombre y persona de muchos otros. Las puertas de la movilidad social ascendente se abrían para estratos y grupos sociales que no gozaban de los privilegios de la sangre ni de la herencia de fortunas acumuladas por sus antepasados familiares.
Las propiedades casi mágicas que se atribuyen a los títulos y certificados educacionales son legendarias. Hay un fenómeno de fetichización de los diplomas que tienen su encanto e historia educativa y social. Pero el hecho es que la habilitación profesional y académica va inevitablemente asociada a la posesión de esos papeles, pues son la única forma de acreditar saberes y poderes. De ahí se deriva el diseño de instituciones y procedimientos celosos del cumplimiento de los requisitos académicos, legales y administrativos que regulan la expedición de los sellos y las firmas que van al calce de cualquier tipo de documentación universitaria, y la inevitable y engorrosa burocratización de dichos procesos.
En el pasado de las universidades medievales y coloniales, la autoridad del rector significaba la expresión legal y legítima de su poder institucional para admitir estudiantes universitarios, nombrar profesores y expedir títulos que acreditaban saberes. Historias y leyendas negras de firmas apócrifas de documentos, que incluían la compra de títulos y diplomas, habían sembrado desconfianzas sobre egresados y titulados de universidades como Bolonia, Salamanca, Santo Domingo o México. Por ello, los gobiernos monárquicos y la iglesia católica idearon las bulas papales y decretos reales como filtros para garantizar la legitimidad de los estudios universitarios.
Pero ello no bastaba. En las propias universidades, rectores y claustros acordaron incluir como procedimiento habitual los sellos de las universidades correspondientes como los símbolos máximos de la legalidad y legitimidad de las “licencias para enseñar” (licentia docenti) que se otorgaban a los estudiantes que culminaban sus cursos universitarios en Europa o en las colonias hispanoamericanas de los siglos XVI al XVIII. Esos sellos se guardaban celosamente en “cofrecillos de dos llaves”. Una la tenía el rector, como autoridad máxima de la universidad. La otra la tenía el secretario, el maestrescuela o el consiliario (así, con “s”), que eran representantes de la autoridad del claustro universitario. Ello aseguraba, teóricamente, que nadie pudiera tener acceso al cofrecillo de manera separada, puesto que uno de los poderes siempre vigilaba al otro.
Ese mecanismo se consolidó a lo largo del tiempo. Se incorporaron después reglamentos para el uso de las borlas, cuyos colores simbolizan el nivel de estudios y las disciplinas, pero también se agregaron el uso de los lemas, las togas y de los birretes. Luego, cada disciplina y profesión agregará banderas, lemas, cánticos, símbolos particulares. El mundo de las representaciones de los saberes universitarios se plasmará en espacios, monumentos, papeles, firmas y rituales, en una historia iconográfica poco explorada pero de suyo fascinante.
Hoy se confirma la permanencia de esos antiguos procedimientos y celebraciones. Los cofrecillos de dos llaves se han multiplicado en todo el mundo académico, revestidos de nuevas reglas, apariencias y contenidos.También ha permanecido la larga historia de plagios, simulaciones y falsificaciones que está detrás de la acreditación de saberes y “competencias”, como suele decirse en lenguaje académico y burocrático moderno. La posesión de un título universitario ya no es ninguna garantía de movilidad social ascendente ni mecanismo de entrada que asegure un puesto, una posición en el empleo público o privado. La extensión de la escolarización hacia el posgrado parece ser el efecto de esa suerte de devaluación de los títulos de la licenciatura en varias disciplinas y profesiones. Pero eso es parte de otra historia.

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