Friday, September 28, 2018

1968: música de fondo con paisaje

Estación de paso

1968: Música de fondo con paisaje

Adrián Acosta Silva

(Campus-Milenio, 27/09/2018)


Se maquina un futuro
que no será como imaginamos

José Emilio Pacheco, El futuro pretérito


Da la impresión de que la multiplicación de los grandes balances políticos y sociales del movimiento estudiantil de 1968 en México han oscurecido las implicaciones estrictamente culturales del acontecimiento. Si bien es cierto que lo que suele llamarse la transición política mexicana bien podría situar su “punto cero” en aquellos hechos, con la combinación de la rebelión estudiantil, la represión política, la violencia y la tragedia, la exhibición del rostro desnudo del autoritarismo político de los gobiernos posrevolucionarios, y el surgimiento de las demandas de democratización y la defensa de las libertades individuales y sociales, lo que también parece indicar ese punto socio-temporal es la configuración de un clima intelectual y cultural que explica la emergencia de un nuevo lenguaje público, cuyos referentes simbólicos ya no eran los repentinamente envejecidos rituales del nacionalismo revolucionario –representados por el PRI y el régimen de Díaz Ordaz de aquellos años lúgubres- sino las demandas de libertad, justicia y democracia que alimentaban el imaginario estudiantil de los años sesenta.

Esa dimensión simbólica del movimiento del 68 fue quizá la potente base cultural de las expresiones políticas y sociales de la rebelión anti-autoritaria mexicana. No era del perfil contracultural que predominaba en Berkeley o París en los movimientos estudiantiles de aquellos mismos años, con sus críticas al consumismo, al establishment político, las flores en el pelo del hipismo y las marchas contra la guerra de Vietnam, sino que en México el movimiento apuntaba a una colección difusa de emociones y sentimientos representados en la música de rock, la crítica a los medios tradicionales de comunicación, y el redescubrimiento de la calle y del espacio público.

Una revisión a la iconografía del movimiento permite apreciar los perfiles difusos y contradictorios de esa dimensión: pelo largo, minifaldas, canciones, escritores, cineastas, pintores, intelectuales, conformaban la construcción de un lenguaje social y público distinto, chocante con las tradiciones artísticas y sociales del largo autoritarismo mexicano, y que reclamaban un espacio propio, diferente a lo tradicional y cercano a los nuevas expresiones urbanas, crecientemente cosmopolitas y heterogéneas que caracterizaban ya a una sociedad compleja como era la mexicana al final de los años sesenta. Desde esta perspectiva, el 68 representa la manifestación de una sociedad diversa en búsqueda de la legitimidad de nuevas identidades culturales.

La música, por ejemplo. La irrupción del inglés como lengua universal llegó con el rock. Según registra un cd recopilatorio y celebratorio de ese año (1968. Música, imágenes e historia, Universal Music, 1998, México), “Born to be Wild”, de Steppenwolf, “Sky Pilot” de Eric Burdon and The Animals, o “Mrs. Robinson”, de Simon and Garfunkel, sonaban en la radio y sus discos se vendían por miles. Pero también lo hacían las “Yo, tú y las rosas” de Los Piccolinos, “Hazme una señal” de Roberto Jordán, o “Somos novios”, de Armando Manzanero. Mientras miles de estudiantes y maestros protestaban con la manifestación silenciosa en las calles de la ciudad de México, sonaban las notas de “Piece of My Heart” en la voz portentosa de Janis Joplin, junto con los extraños acordes de “Pata Pata”, de Los Rockin Devils.

“Summertime Blues”, de Blue Cheer, y “Mi gran noche”, de Raphael, sonorizaban los mítines relámpago de los estudiantes, y “Cuando me enamoro”, de Angélica María, y “Going Out of my Head” de The Lettermen, eran la música de fondo de las larguísimas sesiones del Consejo Nacional de Huelga. Es impreciso afirmar que las canciones de Jimi Hendrix, de los Beatles o los Stones fueran la fuente de inspiración de la insatisfacción y la rebeldía de todos los jóvenes universitarios, pero parece razonable suponer que el rock jugó un papel significativo en el estado de ánimo de no pocos sectores estudiantiles.

Pero la poesía de José Emilio Pacheco, los relatos tempranos de José Agustín, las críticas de Octavio Paz y de Carlos Fuentes al gobierno diazordacista, al nacionalismo revolucionario y al autoritarismo, los inesperados efectos políticos de un libro académico (“La democracia en México” de Pablo González Casanova, publicado en 1967), películas como Los Caifanes, la pintura disruptiva de José Luis Cuevas, la crisis del periodismo sumiso al régimen, y el surgimiento de los hoyos funkies como espacios urbanos de construcción de la legitimidad de un rock mestizo, a través de grupos como el de Javier Bátiz, los Dug Dugs, La Revolución de Emiliano Zapata, o Three Souls in my Mind, fueron señales de que algo estaba cambiando en el contexto del movimiento estudiantil.

A medio siglo de distancia, se pueden apreciar mejor los contornos del cambio cultural que acompañó al movimiento del 68. Quizá el deslumbrante activismo político estudiantil de aquellos años duros y la sangrienta represión con la cual culminaron sus episodios puedan ser comprendidos de mejor manera al comparar las tensiones inevitables de dos épocas distintas, dos mundos culturales y simbólicos que alimentaban el ideario, la imaginación y los reclamos de generaciones diferentes. Visto así, el movimiento estudiantil anticipaba el futuro, derrumbando poco a poco y en fragmentos el pasado reciente del país. Aunque sus efectos fueron tardíos y contradictorios, y muchas de sus implicaciones fueron desiguales, paradójicas y conflictivas, el 68 mexicano es un momento de ruptura cultural que abrió los cauces a nuevas formas de expresión y representación de la heterogeneidad mexicana; un momento de “modernización espontánea” que sacudiría a la larga los cimientos de la cultura nacional.

Thursday, September 13, 2018

Porros: política y violencia

Estación de paso
Porros: política y violencia
Adrián Acosta Silva
(Campus-Milenio, 13/09/2018)
Los acontecimientos ocurridos en la UNAM la semana pasada confirman la cabal salud de que aún goza una vieja práctica en no pocos campus universitarios públicos: la agresión y violencia sistémica y selectiva que ejercen algunos grupos pequeños pero bien organizados de las comunidades universitarias sobre las mayorías silenciosas y pacíficas que cotidianamente asisten a las universidades. Se trata, por supuesto, de un fenómeno viejo, enraizado más o menos profundamente en algunas escuelas, facultades y preparatorias universitarias. Aunque pueda ser caracterizado analítica o descriptivamente de muchas maneras, y descalificado prescriptivamente de muchas más, el porrismo universitario es el fruto podrido de las relaciones entre política y violencia que se han construido lentamente a lo largo de muchas décadas en varias universidades públicas, incluyendo por supuesto la UNAM. Dicho de algún modo, es la expresión local de la “república mafiosa” (Fernando Escalante dixit) que ha penetrado el orden político e institucional de algunas universidades públicas, y cuyas expresiones de estallidos y agresiones, a través del uso de puñetazos y bombas molotov, con palos, piedras y navajas, recuerdan su presencia y poder en la vida universitaria.
Sus orígenes son más o menos conocidos, aunque las causas no sean claras. Los miembros de las porras de los equipos de futbol americano de la UNAM y de Politécnico desde finales de los años cincuenta y primeros sesenta se convirtieron por alguna razón y circunstancias en pandillas de golpeadores y grupos de choque para presionar por privilegios, canonjías e influencias a las autoridades universitarias en turno. En el contexto de la rápida masificación universitaria de aquellos años, en la cual grupos sociales de orígenes diversos llegan por miles a las instituciones de educación superior, los porros emergieron como recursos utilizables por funcionarios universitarios, por partidos políticos o por gobierno locales para negociar sus intereses, para controlar instituciones, o para legitimar demandas y peticiones dentro y fuera de la universidad. La destitución de directores, de profesores y aún de rectores marcó el perfil de las prácticas del porrismo y de sus mecenas, protectores y beneficiarios. Pero fueron los acontecimientos de 1968 y luego los de 1971 (con la celebridad alcanzada por “Los Halcones”) los que mostraron con toda crudeza el uso político de los porros contra el movimiento estudiantil de aquellos años críticos.
Protegidos, tolerados o temidos, esos grupúsculos obedecen tradicionalmente a una lógica política y criminal basada en la intimidación, el chantaje y la violencia. Tienen nombres (“32”, “3 de marzo”, “Los Lagartos” “Federación de Estudiantes de Naucalpan”), sus miembros son visibles y conocidos entre las comunidades estudiantiles. En los últimos años, además, en algunos casos parecen relacionarse con las bandas de distribución de drogas y mercancías que existen fuera y dentro de los campus universitarios. El resultado es la permanencia de grupos formados por fósiles, vándalos y estudiantes que articulan redes de protección política con liderazgos internos y externos a las universidades, con narcotraficantes, partidos, sindicatos, organizaciones estudiantiles, miembros de poderes fácticos, zombies políticos universitarios y no universitarios, funcionarios de gobiernos locales.
Acaso eso -la configuración de redes de poder universitaria en las cuales los porros son el brazo armado, violento, de sus organizaciones formales o informales-, es el fenómeno que hay que identificar como la causa profunda del porrismo universitario. Son redes, grupúsculos y prácticas que expresan formas concretas en que se relacionan política y violencia en la universidad. Sus configuraciones no surgen en el vacío institucional ni social, y tienen fuentes, reputaciones e intereses que proteger. Hay, desde luego, los ingredientes de rigor: corrupción, inmoralidad institucional, déficit de autoridad, desinterés de funcionarios, cálculos del costo-beneficio que significa desarticular esas redes, cálculo de los riesgos de desestabilización de la vida académica y las rutinas institucionales. Pero también existen factores estrictamente políticos, más que policiacos, legales o morales, que es necesario colocar sobre la mesa. La expulsión de estudiantes y culpables no parece ser suficiente. Los mapas y actores del porrismo universitario y sus organizaciones obedecen a una lógica metálica enraizada fuertemente en territorios específicos, que tiende a su propia reproducción.
La gravedad de la permanencia del porrismo universitario amenaza no solo a la vida académica y a las prácticas políticas de los universitarios, sino fundamentalmente a la seguridad y a la integridad física y la vida misma de los estudiantes, profesores y trabajadores. Lo ocurrido contra los estudiantes del CCH-Azcapotzalco que se manifestaban pacíficamente frente de la rectoría de la UNAM, es sólo una postal más de la capacidad destructiva y violenta de los porros. La reacción pública, masiva y organizada de los estudiantes, el contenido del pliego petitorio entregado a las autoridades, el paro de labores, las reacciones de muchos académicos y trabajadores en apoyo a sus demandas, son las señales del hartazgo que la gran mayoría de los universitarios tiene contra esos grupos y contra esas prácticas. Condenar los hechos, minimizar sus efectos, o asociarlos a conspiraciones para provocar una crisis institucional, son reacciones legítimas pero políticamente insuficientes, que suelen banalizar el tamaño y los alcances del fenómeno. Determinar la causalidad profunda del porrismo y desarticular la lógica de su organización, de la permanencia de sus prácticas y expresiones, es el núcleo duro de cualquier agenda institucional que intente eliminar la relación entre violencia y política de la vida universitaria.