Wednesday, December 26, 2018

Honoris Causa


Honoris Causa

Adrián Acosta Silva

Para cerrar el año, el pasado 14 de diciembre la Universidad de Guadalajara invistió con el Doctorado Honoris Causa a Porfirio Muñoz Ledo y Lazo de la Vega. También lo hizo con Cuauhtémoc Cárdenas y con Ifigenia Martínez. De acuerdo con el protocolo al uso, la decisión fue tomada por el Consejo General Universitario a partir de una propuesta que un grupo de consejeros hicieron al pleno para otorgar el máximo reconocimiento universitario a alguien que por sus méritos y contribuciones en la ciencia, la cultura o la política se haya distinguido en el desarrollo de esos campos. En este caso, los tres propuestos comparten una historia en común: dirigentes de la corriente democrática del PRI que abandonó ese partido en 1987 para fundar el Frente Democrático Nacional, antecedente político del PRD y de MORENA. Pero también protagonizan historias individuales: Cárdenas como candidato presidencial en tres ocasiones y primer jefe de gobierno de la CDMX; Ifigenia Martínez como economista destacada de la UNAM, formadora de varias generaciones de estudiantes; Porfirio Muñoz Ledo como… como… ¿cómo qué?

Los Doctorados Honoris Causa (DHC) forman parte de los rituales de legitimidad que usan prácticamente todas las universidades del mundo. Su origen es impreciso, pero tiene que ver con las universidades medievales europeas, las que otorgaban tal distinción a aquellos que por “razón o causa merecida” se reconocieran como las máximas autoridades en los campos de la teología, la retórica, la gramática o las artes, esos campos del conocimiento que articulaban el trívium y el cuadrivium, materias en las que se organizaba la enseñanza teórica y práctica en las viejas universidades de Bolonia, París o Salamanca. El otorgamiento de DHC fortalecía el prestigio y la legitimidad de las universidades, además del reconocimiento intelectual, político o científico de quien lo recibía.

Con el tiempo, los DHC se otorgaban también a fundadores, donadores o benefactores de las propias universidades, o a miembros distinguidos de sus propias comunidades académicas. Hoy en día, casi cualquier universidad pública o privada otorga periódicamente esos reconocimientos, como una manera de elevar el prestigio institucional de quien los otorga a través de la autoridad académica, moral o intelectual de quien los recibe. Por eso, no es raro encontrar casos donde los DHC son buscados por los que los reciben, incluso comprando dichos reconocimientos con un módico desembolso, pues es visto como una inversión que reditúa en legitimidad, reputación y prestigio individual. Una búsqueda rápida en Google muestra, por ejemplo lo que hace una institución denominada Los Angeles Development Church & Institute (LADC), que anuncia que, a cambio de 89 dólares de donativo, “recibirás un documento impresionante listo para enmarcar o exhibir en su oficina o lugar de trabajo”, y “puedes referirte a ti mismo como un master, doctor o profesor honoris causa, y aprovechar todas las ventajas de un título prestigioso”. Tal cual.

La U. de G. tiene una larga tradición en el otorgamiento de Honoris Causa. A lo largo de su historia moderna, ha otorgado noventa DHC a científicos, filósofos, sociólogos, médicos, poetas, economistas, físicos, matemáticos o historiadores. Pero ha tenido algunos tropezones notables. Lo hizo, por ejemplo, con el expresidente Luis Echeverría Álvarez en los años setenta, cuando todavía estaba en funciones, aunque algunos años después, sin pena institucional alguna, le fue retirado por la misma Universidad al sospechar que estuvo relacionado con el asesinato de Carlos Ramírez Ladewig en 1975, uno de los líderes históricos de la FEG, la organización estudiantil que fue uno de los afluentes político-corporativos que estructuraron el orden político universitario durante más de cuatro décadas.

El reconocimiento ha sido otorgado a personas y personajes tan disímbolos como Vicente Lombardo Toledano (1945), Ignacio Chávez (1949), Pablo Casals (1971), al Presidente en funciones Adolfo López Mateos (1962), o más recientemente a José Woldenberg (2005), a Fernando del Paso y a Jean Meyer, (2015), a Enrique Krauze (2017) o, en la primavera de este mismo año (2018) a Julio Frenk y José Ramón Cossío. Las motivaciones en todos los casos son una mezcla de admiración genuina y respeto académico hacia los investidos, pero también en no pocos casos son una mezcla de cálculo político y oportunismo franco. Ese parece ser el caso de Porfirio Muñoz Ledo, que por ahora se desempeña como Presidente de la Mesa Directiva de la Cámara de Diputados, luego de una larga trayectoria como presidente de partidos políticos (PRI, PRD), diputado y senador por diversos partidos, diplomático, profesor universitario, conductor de programas de televisión.

No son pocos los líderes y funcionarios políticos universitarios tapatíos que se han referido a las virtudes políticas, intelectuales y retóricas de Muñoz Ledo. Tampoco son escasas las frases elogiosas que les merece el octagenario político mexicano. Su pasado priista, perredista, fugazmente petista y ahora morenista no son vistos como los rastros de un político astuto, oportunista y advenedizo, sino como las señales de un político coherente, visionario y democrático. Tampoco son mal vistos los arranques retóricos de quien en 1969, siendo un joven y ambicioso diputado del PRI alabó la “valentía y claridad histórica” del Presidente Díaz Ordaz luego de los acontecimientos de 1968, y que ahora llama como “iluminado”, “hijo laico de dios”, “visionario” al presidente López Obrador. Tampoco cuenta el hecho de la impresión que Giovanni Sartori tuvo de PML cuando este lo buscó para conversar con él en una visita a México hacia finales de la década pasada: “es un persona que sabe poco de muchas cosas”, dijo Sartori sin sarcasmo. Muñoz Ledo representa el espíritu de los tiempos políticos mexicanos: una moral elástica, basada en la búsqueda obsesiva de influencias, puestos y posiciones, donde la lisonja, el poder y el dinero se pueden acompañar muy bien.

Muñoz Ledo es el perfecto Fouché mexicano. El que fuera Ministro de la policía general de Napoleón y Duque de Otranto (1759-1820) fue un personaje político curioso, oportunista y siniestro, cuyos rasgos fueron descritos a plenitud por la biografía novelada de Stefan Zweig de 1929: “traidor nato, miserable intrigante, puro reptil, tránsfuga profesional, vil alma de corchete, deplorable inmoralista…”. Pero también cabe en la descripción del carácter otro político francés de la época, el Duque de Noailles, que hace con precisión exquisita Saint-Simon en sus Memorias (1857): “La más vasta e insaciable ambición, el orgullo más supremo, la opinión más confiada de sí, y el más completo desprecio por todo lo que no es uno mismo; la sed de riquezas, la ostentación de todo saber, la pasión por entrar en todo, en especial por gobernar todo (…) la más ardiente pasión de dominar, una vida tenebrosa, encerrada, enemiga de la luz, siempre ocupada en proyectos y búsquedas de medios para alcanzar sus objetivos, todos buenos por execrables, por horribles que puedan ser, con tal de que lo hagan llegar a lo que se propone; una profundidad sin fondo en el interior del Señor Noailles”.

Muñoz Ledo es un híbrido perfecto, mexicanizado, de Fouché y del Duque de Noailles, pero que incluye de manera notable los rasgos de un Gonzalo N. Santos (el viejo cacique potosino de los años cuarenta), de Jesús Reyes Heroles (quizá el último gran ideólogo del PRI), y de Fidel Velázquez (uno de los adalides del movimiento obrero del Revolucionario Institucional). No es el único híbrido político que tenemos, por supuesto, y los ha habido en el pasado y los seguiremos viendo en el futuro, pero destaca en un contexto de descomposición de las ideologías y de los partidos políticos mexicanos. A este personaje se la ha investido con el Honoris Causa de nuestra Universidad. Qué le vamos a hacer.

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