Thursday, October 08, 2020

Innovación: ¿un nuevo ciclo de políticas?

Estación de paso Innovación: ¿un nuevo ciclo de políticas? Adrián Acosta Silva (Campus Milenio, 08/10/2020) Las palabras son instrumentos poderosos. Lo son en cualquier campo de la acción social, que incluye por supuesto a la educación superior. Su fuerza y magia pueden atrapar el interés, la razón o la pasión de directivos, estudiantes y profesores, aunque también pueden adormecerlos, aburrirlos o ahuyentarlos. Un libro, una idea, un discurso, un relato, pueden, en ciertos contextos y circunstancias, cambiar dramáticamente la vida de individuos y grupos, inducir un hallazgo, mirar desde una nueva perspectiva lo que se aprecia como el orden natural de las cosas. Stefan Zweig, por ejemplo, en Confusión de sentimientos, narra la historia de un estudiante universitario cuando descubre, en medio de los placeres mundanos de la adolescencia, “el amor a la sabiduría”. Fue un descubrimiento azaroso, tras colarse subrepticiamente a un salón universitario para escuchar en la clase de un viejo profesor alemán un encendido elogio a la obra de Shakespeare. “Orgullo, arrogancia, ira, sarcasmo, mofa, toda la sal, todo el plomo, todo el oro, todos los metales del sentimiento” se agolparon en la figura del joven estudiante que recién ingresaba a la universidad. En la reconstrucción de su vida desde la condición de profesor jubilado, ese mismo individuo -el joven estudiante que ahora ya era un viejo profesor universitario- recordaba cómo la pasión intelectual, igual que otras formas de las pasiones vitales, es el combustible que puede inducir cambios profundos en la vida de las personas. El relato muestra que la fuerza inspiradora de las palabras tiene mucho que ver con quien las pronuncia y quien las escucha. Y en la historia de la vida universitaria hay quienes las promueven como instrumentos de cambio, palabras que actúan como insignias de causas asociadas a grandes transformaciones. “Reforma” “autonomía”, “libertad de investigación”, “democracia”, “cogobierno”, forman parte de un lenguaje que acompañó en distintos momentos y con diferentes intensidades los grandes cambios universitarios en América Latina. La argumentación de las ideas y representaciones de esos cambios encendieron pasiones políticas expresadas en movilizaciones, tensiones y conflictos que propiciaron la construcción de nuevos arreglos institucionales. Hoy soplan vientos de cambio reales e imaginarios en el mundo universitario que obedecen a un contexto dominado por la austeridad, la incertidumbre y la confusión, vientos en los que se promueve el uso de un lenguaje que sea capaz de explicar la necesidad de que las universidades formulen una nueva agenda para adaptarse a los tiempos cambiantes de la economía, la política o la cultura. Y la nueva palabra -la “palabra estrella”- en la retórica de la educación superior es “innovación”. Representa, por diversas razones, el signo de los tiempos. Los fuegos artificiales de la innovación son el espectáculo de moda. Se ha convertido en una palabra que se aplica a una gran variedad de procesos: “innovación tecnológica”, “innovación social”, “innovación política”, “innovación gubernamental”, “innovación universitaria”. Sin embargo, el significado mismo del término es ambiguo. Según los populares diccionarios virtuales, innovar significa “mejorar lo existente”, “renovar”, “hacer más eficiente”. En términos más rigurosos, la CEPAL la define como un “proceso de interacción entre diversos agentes” para formular “estrategias cooperativas basadas en esquemas de incentivos y recompensas”. O sea, un típico comportamiento de mercado. No sólo es un asunto semántico. La magia de las palabras (su música, su fuerza) es que potencialmente pueden articular lenguajes para expresar razones, causas, proyectos de transformación vinculados a ideas e intereses capaces de cambiar inercias conservadoras o remover fuerzas muertas. Pero las palabras también tienen que ver con las pasiones, con el descubrimiento de fuerzas vivas que animan la construcción de nuevas explicaciones y proyectos, mejoras potencialmente significativas de procesos, estructuras o relaciones. Por ello, innovación aparece como la palabra toda-ocasión de cierta épica millenial promovida de manera entusiasta por directivos, empresas y consultores dedicados a hacer de la idea del cambio una moneda económica o políticamente rentable. Pero la experiencia muestra que innovar es una palabra sin lenguaje, un concepto vacío en busca de significado que aspira convertirse en la carta principal o el comodín de una nueva narrativa del cambio en la educación superior. Al igual que sucedió con el concepto de calidad, que se convirtió en el mascarón de proa de un largo ciclo de políticas, y al cual nunca se encontró una definición consistente y clara (la más conocida: “concepto relativo, multifactorial y multidimensional”, lo que nos dejaba en las mismas), “innovar” se ha colocado en el centro de un nuevo ciclo de estímulos al cambio: las políticas de innovación. Hay antecedentes de la palabra: reingeniería, reforma, modernización. Fueron esfuerzos verbales por capturar el espíritu de sus respectivas épocas. Como aquellas palabras, “innovar” está asociado a la mitología del progreso, a la noción de que las instituciones, cuando innovan, avanzan hacia algún lugar, hacia una imaginaria etapa en la cual mejorarán con el tiempo sus estructuras y procesos. Innovación se asocia a digitalización e inteligencia artificial, al uso de plataformas, apps y algortimos, a la calidad, a la internacionalización, a los modelos de triple, cuádruple o quintúple hélice, esas metáforas simplonas sobre los motores y máquinas que se supone impulsan las relaciones entre ciencia, tecnología e innovación. Pero lo más interesante de las implicaciones de la nueva palabra de la república universitaria es que, como ocurrió con las diversas modernizaciones del pasado reciente, expresa una crítica a lo tradicional, que se asume como el problema central al que hay que buscar soluciones. Tradicional es sinónimo de conservador, de algo que es resistente o impermeable a los cambios, que esconde un orden institucional costoso, improductivo, poco competitivo, inadecuado para contextos que exigen adaptaciones pragmáticas, transformaciones urgentes o adecuaciones planificadas. Sin embargo, y paradójicamente, lo que ha permitido la supervivencia de las universidades como instituciones son justamente las prácticas tradicionales en el ámbito académico, aquellas que explican los complejos procesos de formación, investigación y producción del conocimiento científico o humanístico. La permanencia de esas tradiciones a lo largo del tiempo –“el amor a la sabiduría”- constituye la principal fuente de legitimidad intelectual, cultural y política de las universidades. Justo por ello, por la temporalidad y complejidad de los procesos académicos -sus tradiciones, usos y costumbres-, es posible advertir en las pretensiones de las políticas de innovación más intereses que pasiones y razones. O más específicamente: son intereses sin pasiones, desprendimientos retóricos de un tiempo gobernado por la ansiedad del cambio, los imaginarios del cálculo racional, y las fuerzas del emprendurismo, el pragmatismo político y el neoutilitarismo que marcan el espíritu de nuestra época. Las políticas de modernización de la educación superior basadas en la evaluación de los años noventa, a la que siguieron las políticas de aseguramiento de la calidad de los tres primeros lustros del siglo XXI, serán probalemente sustituidas por las políticas de innovación que hemos visto desplegarse en la retórica de los cambios durante los años recientes. Los fantasmas de este nuevo ciclo de políticas recorren los campus universitarios en entornos de confusión e incertidumbre sobre el futuro. Quizá esos entornos son lo que explican su expansión sin pasiones. Pero sabemos que en la historia de las políticas, las pasiones son siervas de los intereses. Y los intereses, como escribió el duque de Rohan en el siglo XVII, nunca mienten.

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