Tuesday, July 06, 2010

El Estado y las tribus

El Estado y las tribus
Adrián Acosta Silva
(Texto publicado en sección “Debate”, del periódico “Mural”, Guadalajara, Jal., 4 de julio de 2010.)
El asesinato del candidato a gobernador tamaulipeco confirma a la violencia como uno de los grandes temas de la agenda pública nacional de una coyuntura que a fuerza de sangre y balas ya se volvió ciclo. Por el modo, el tiempo y el contexto, la ejecución del político priista es un asunto que coloca al límite la funcionalidad de las instituciones democráticas y la fortaleza o debilidad de los cambios experimentados en los últimos 20 años. El discurso y las prácticas contra la violencia que hemos atestiguado bajo la cruzada calderonista contra la delincuencia, no parece tener los efectos deseados, sino justamente efectos contra-intuitivos, no deseados o francamente perversos: la creación de un clima de confrontación y guerra con desenlaces fatales y potencialmente corrosivos de la vida política nacional.
¿Qué explica la fuerza que ha adquirido en los últimos años la delincuencia organizada - especialmente la derivada del narcotráfico- en la esfera pública del país? En realidad no se sabe muy bien, en primer lugar porque no es clara la magnitud de la presencia de estos grupos en las diversas actividades económicas, las estructuras políticas y las prácticas sociales. Ello no obstante, para el oficialismo panista, la “acción de los violentos” (como le gusta decir a los funcionarios de ocasión) es una efecto defensivo contra las acciones del gobierno federal. Esta hipótesis heroica trata de explicar, y justificar, la violencia legítima del Estado contra los poderes fácticos del narco y el crimen organizado. Sin embargo, los hechos muestran un par de cosas inquietantes y al parecer estrechamente relacionadas. La débil fuerza del Estado asociada a la creciente impunidad de los grupos delincuenciales. En otras palabras, la beligerancia policiaca y militar del gobierno es directamente proporcional al grado de impunidad de los poderes criminales que hoy tienen capturados territorios completos de la vida económica, social y política del país.
Si bien es cierto el hecho de que sólo la acción del Estado puede enfrentar y contener la acción de los criminales, también es un hecho que el desvanecimiento de la presencia del Estado en múltiples actividades y espacios de la vida pública ha propiciado la aparición de poderes alternativos y crecientemente influyentes en varios municipios y estados del país. Con estructuras de seguridad caracterizadas por bajos salarios, poca capacidad institucional, confusión en términos de coordinación y de operación policiaca e inteligencia criminal, las posibilidades de generar prácticas de impunidad que superan el costo de pagar por los delitos cometidos se ha impuesto en las aguas heladas del cálculo egoísta de los asesinos.
El desplazamiento de la violencia hacia los centros nerviosos de la política electoral coloca una perspectiva ominosa sobre la democracia mexicana realmente existente. El propósito de la violencia es intimidar, proveer de una imagen de miedo y riesgo a las actividades políticas que son por naturaleza públicas, incrementar la sensación de que todo lo sólido se desvanece en el aire. La delincuencia homicida también tiene sus rituales y sus rutinas, y parte de ellas no solamente consisten en ejecutar políticos, funcionarios, periodistas o ciudadanos, sino también llamar la atención pública sobre sus actos, sus motivaciones, sus chantajes.
Ello explica el hecho de que el discurso de las condenas, la indignación moral, las lamentaciones y los pésames al mayoreo se han instalado en el discurso habitual de las autoridades federales, estatales y municipales. Y eso en sí mismo es ya un síndrome preocupante de las limitadas capacidades del poder público, que ya forma parte de las rutinas esperadas por los depredadores. Las palabras también llegan a erosionarse y a perder fuerza y significado práctico. Por incapacidad, por corrupción, por cálculo, por efectos perversos o no deliberados, la criminalidad es una bestia indomable en las condiciones actuales. Y ya no importa tanto como, cuando y porqué llegamos aquí. Eso es tarea, quizá, de historiadores, sociólogos o antropólogos. Lo que importa es cómo diablos salimos de ella. Lo que hemos visto es que ahora, mal y tarde, se hacen llamados patrióticos para formar acuerdos políticos de unidad cuando las políticas de seguridad jamás se asentaron en una deliberación cuidadosa de sus alcances y costos. Es la hora del balance y las rectificaciones. De otro modo, el paisaje mexicano de estos años malditos recordará las palabras de Don Manuel Azaña, el último presidente republicano español antes del franquismo, cuando observaba con asombro la pérdida de las capacidades cohesivas de la política y de las instituciones democráticas de su tiempo: “Cuando desaparece el Estado, reaparecen las tribus”.

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