Monday, August 16, 2010

La música lúgubre de la violencia




La música lúgubre de la violencia
Adrián Acosta Silva
Revista Nexos, agosto de 2010.

El final de la violencia, de 1997, es una película inquietante del director alemán Wim Wenders. El argumento central de la cinta es que la violencia es una bestia indomable, cuya influencia y efectos se extienden a múltiples campos de la vida privada y de la vida social. Un director que se ha vuelto rico y famoso filmando justamente películas sobre la violencia, se ve envuelto poco a poco en una red de acontecimientos en los que la violencia que usualmente filma lo atrapa a él mismo. La separación de su mujer, el robo, el secuestro y el asesinato, son acontecimientos unidos por el hilo delgado de la violencia, que termina por consumir las vidas de los involucrados. El tema la película, la fotografía y las escenas, la pista sonora que la acompaña (en la que desfilan canciones de Ry Cooder, Tom Waits, Los Lobos, y Roy Orbison, entre otros), ilumina de manera espléndida el argumento básico de la obra: los efectos corrosivos, devastadores, a veces deliberados, en otras no intencionales o muchas veces perversos de la violencia en la vida de los individuos y de las sociedades.
El tema, por supuesto, es complejo. La perspectiva que ofrece Wenders permite asomarse desde la ventana cinematográfica a dicha complejidad, y sirve quizá para referir lo ocurrido en los últimos años en México –lo que va del siglo, para ser exactos-, que mucho le debe a la violencia. Crisis económicas, epidemias, desastres naturales, cambio político, personajes permanentes o de ocasión, han tenido como música de fondo el eco de balaceras, asesinatos, bombas, secuestros. Las imágenes de la época son dominadas por cuerpos descuartizados, hombres decapitados, sangre en las calles, cadáveres embolsados, amarrados, abandonados en baldíos, carreteras y barrancos. Miles de muertos acumulados, individuos y grupos viviendo en la zozobra, miedos extendidos entre poblaciones específicas, en algún sentido paranoias privadas vueltas esquizofrenia pública. El asesinato del candidato a gobernador de Tamaulipas, las muertes de policías en Guadalajara, las ejecuciones cotidianas que habitan la vida pública en Chihuahua, Sinaloa, Michoacán o Guerrero, forman parte de una espiral de violencia que se alimenta de varios fuegos en distintos lugares y territorios. No se sabe bien cómo y cuándo comenzó todo, y tampoco se sabe muy bien cómo enfrentarlo.
Como lo ha mostrado Fernando Escalante en Nexos, el índice de homicidios violentos, deliberados, se ha incrementado de manera espectacular en algunas ciudades del país, aunque la tasa general de mortandad por accidentes u homicidios imprudenciales de la población se mantenga en sus patrones históricos. Los medios registran todos los días las imágenes y los hechos, las autoridades manifiestan su indignación y sus lamentos, el oficialismo panista y sus opositores lanzan al aire sus reclamos y diatribas, mientras que los ciudadanos continúan con sus actividades habituales. Contener la violencia no sólo como un buen deseo, una noble intención, sino como necesidad básica para autoridades y ciudadanos, para políticos y gobernados.
El discurso dominante coloca a la violencia como una reacción frente a la acción del Estado. Pero eso no parece ser tan obvio, ni tan claro. La acción de los grupos criminales surge del rompimiento de los acuerdos viejos o recientes con las propias estructuras del Estado y de los aparatos de seguridad nacional o locales. La penetración de la delincuencia en las esferas del poder y en las prácticas sociales parece ser la hipótesis que explicaría la fuerza incontenible de la violencia en la vida pública mexicana de los últimos años. Ni la policía, ni las leyes, ni la retórica presidencial parece ser suficiente para enfrentar con posibilidades de éxito la amenaza de sicarios, asesinos y depredadores. Algo hay de ruptura de los códigos básicos de la cohesión social, la expansión de las conductas anómicas, el cálculo de que unos cuantos platos de sangre pueden ayudar a recomponer el orden perdido, que incluiría la consolidación de una variada colección de impunidades cotidianas y de transacciones sombrías. El resultado es parecido a la película de Wenders: la creación de un clima ominoso, a veces irrespirable, en el que el poder de las tribus y de los depredadores sustituye el poder del Estado y sus instituciones.

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