Friday, November 08, 2013

Lou Reed (1942-2013)


Estación de paso
Lou Reed (1942-2013): las líneas trazadas, el mapa incorrecto.
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 7 de noviembre, 2013.

Al fin y al cabo, el que se muere es el cuerpo
David Foster Wallace, Federer, en cuerpo y en lo otro

Murió Lou Reed. Que dios nos ampare. Con él se nos va una parte significativa del espíritu y el sonido de la Velvet Underground, la memoria viviente de los ácidos de los años sesenta que circularon por las venas de John Cale, de Andy Warhol, de mismo Reed y de tantos otros de una generación cuyos miembros van cayendo uno por uno. Se nos va la tristeza, la rudeza y la elegancia que tiñeron buena parte de la obra de un músico crudamente, ferozmente neoyorkino, que hizo de su ciudad su templo, su cantina, su madriguera, su parque de diversiones, su observatorio personal y su laboratorio de experimentación cultural.
Quizá nadie como Reed, en el campo de la contracultura y del rock, hizo de Nueva York un símbolo urbano moderno, un espacio de cruce de caminos entre el capitalismo post-industrial norteamericano y la nueva sensibilidad cultural, entre el hiper-urbanismo, el arte pop y la marginalidad como formas de vida. Cronista y actor, narrador y testigo de una ciudad explosiva y contradictoria, Reed fue capaz de vivir entre los abismos de una metrópoli que son muchas, recorriendo los callejones sin salida de Brooklyn, del Bronx, de Queens y de Manhattan, mirando con asombro los extremos de la opulencia más brillante y la miseria más oscura, introduciendo de cuando en cuando su mirada afilada entre las penumbras de los congales y burdeles más sórdidos de la ciudad, pero también acumulando imágenes y palabras que narran las muchas historias personales y colectivas que transcurren todos los días entre las calles neoyorkinas en la segunda mitad de un siglo XX que se nos aleja un poco más con su muerte.
Nacido en 1942, Reed perteneció a la generación de los baby-boomers, los nacidos poco antes o después de la finalización de la segunda guerra mundial, los que protagonizaron la revolución contracultural y sexual de los años sesenta, que protestaron contra la guerra de Vietnam y contra el consumismo capitalista, los que probaron en carne propia aquello de que las puertas de la percepción sí existen, y que los paraísos artificiales son la expresión terrenal del cielo de las drogas, el sexo y el alcohol. Como muchos otros, Lou Reed fue un metodista consumado: se metió de todo. Y con ello, siguió al pie de la letra el viejo consejo de Lord Byron: el camino de los excesos conduce al templo de la sabiduría. Lector voraz de Edgar Allan Poe, de Dylan Thomas y Ezra Pound, admirador de las novelas de Hemingway, de Norman Mailer y de Truman Capote, Reed aspiraba como ellos en la literatura a crear la Gran Canción Americana en el campo musical, una desmesura propia de mentalidades excéntricas pero brillantes.
Por supuesto, igual que sucedió con aquellas pretensiones literarias, no lo logró. Pero aquí quedan la música y las letras de las canciones de Reed, grabadas en 20 discos como solista y un pequeño puñado de discos con el cuarteto del Velvet..Quedan por acá también las imágenes de un músico sin etiquetas, férreo enemigo de las modas, un surfista que transitó por las olas del glam rock y del sonido pre-punk, del blues y del rock más ortodoxo, que abrevó indistintamente de las aguas del rock and roll, del acid jazz y del godspell, del soul y, en algún tiempo, del R&B y hasta del folck eléctrico dylaniano.
Queda también la imagen de un hombre “atrapado entre las estrellas desfiguradas, las líneas trazadas y el mapa incorrecto” (como escribió en Romeo had a Juliette, de su disco New York, de 1989), declarando con furia que “voy a meter a Manhattan en una bolsa de basura”. Es la figura de un hombre flaco, de ojos grandes y de voz imprecisa y potente, caminando solitariamente por algún un callejón mal iluminado de una noche de ventisca otoñal en su amado Nueva York, mientras que los ecos de “Walk on the Wild Side” resuenan discretamente en algún departamento de Manhattan, musicalizando la noche oscura de un día perfecto.
La muerte de Reed recuerda las palabras del escritor David Foster Wallace, escritas hace apenas unos años antes de la muerte del propio Wallace: “Tener cuerpo presenta muchos inconvenientes. Si esto no es lo bastante obvio como para que a nadie le hagan falta ejemplos, limitémonos a mencionar rápidamente el dolor, las llagas, los malos olores, las náusea, el envejecimiento, la fuerza de la gravedad, la sepsis, la torpeza, la enfermedad y las limitaciones físicas: todos y cada uno de los cismas entre nuestra voluntad física y nuestra capacidad real. ¿Acaso alguien duda de que necesitemos ayuda para reconciliarnos con la corporalidad? ¿Que la ansiemos? Al fin y al cabo, el que se muere es el cuerpo.” (David F. Wallace, “Federer, en cuerpo y en lo otro”, Mondadori, 2013, p.18)


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