Saturday, March 15, 2014

Fantasmas hambrientos



Estación de paso
Fantasmas hambrientos
Adrián Acosta Silva
(Publicado en el suplemento Campus, del diario Milenio. 13/03/2014)
“Los temas son fantasmas hambrientos”, escribió alguna vez Borges, refiriéndose al hecho de que ciertos asuntos vuelven una y otra vez a la cabeza de los escritores de cualquier época, pero también a la vida de las personas, de los grupos y de las sociedades. En especial, tanto en la república de las letras como en la república de los académicos, esos temas suelen ser espinosos, elusivos, re-visitados por obra de la voluntad o del azar, de las circunstancias o del destino. Temas como el del destierro, la fama y la soledad, la memoria y el olvido, los sueños y las pesadillas, los demonios de la desesperación, son sólo parte de la variedad temática -es decir, en lenguaje borgiano, fantasmagórica- que suele azotar la imaginación o las prácticas de ciertos escritores. Para los académicos, en especial de las ciencias sociales, esos temas suelen ser la relación del individuo con las estructuras, el peso de las determinaciones contextuales sobre la acción de las personas, los motivos de la acción colectiva, las explicaciones al comportamiento racional, el análisis de “los hábitos del corazón”, como le dominó Tocqueville a lo que luego otros llamarían la cultura política de las sociedades contemporáneas.
Pero esos fantasmas también se aparecen con frecuencia en la vida pública, y configuran sus imaginarios tribales o colectivos. En el campo de la política pública, por ejemplo, en los últimos años una y otra vez son invocados los fantasmas insaciables de la pobreza, la educación, la corrupción, el buen gobierno. Las comunidades de políticas y las comunidades epistémicas asociadas a los distintos campos de las políticas públicas, vuelven una y otra vez a enfrentar a los mismos fantasmas, armados con diversos sistemas de creencias, a veces con algunas ideas nuevas, a veces reorganizando los intereses involucrados en las acciones públicas. En el campo de las universidades, esos fantasmas se alimentan vorazmente de temas económicos, sociológicos, historiográficos o politológicos, que en ocasiones tienen que ver con modas intelectuales, en otras con insatisfactorias explicaciones dominantes sobre problemas de coyuntura, algunas más con la permanencia de tradiciones teóricas que se transmiten cuidadosamente de generación en generación.
Pero también de fantasmas hambrientos está hecha nuestra vida política. La democracia, por ejemplo. De cuando en cuando, el tema democrático resurge entre los escombros de república, que siempre está fragmentada entre lo que aparece en los medios, lo que declaran los políticos y lo que hacen y piensan cotidianamente las personas. El neo-oficialismo priista pregona ante medios y públicos seleccionados la grandeza de sus reformas estructurales como producto de la democracia mexicana, las promesas de un futuro brillante para México, la certeza de que estamos en el “camino correcto”, según se escucha insistentemente desde los salones del Palacio Nacional. En el otro extremo, la oposición más radical afirma que la democracia es una farsa, una máscara para ocultar los verdaderos problemas de México, la fachada que han construido políticos y medios para esconder el verdadero rostro de la pobreza y la marginación de millones: la democracia como el nuevo opio del pueblo.
Esas invocaciones y descalificaciones atraen los fantasmas de las revoluciones, la ansiedad por los cambios espectaculares o por las reformas discretas. Los espectros que resurgen entre la confusión se sitúan entre dos abismos: el abismo de la fe ciega, y el abismo del escepticismo absoluto. En términos políticos, esos abismos conducen al mismo cruce de caminos: las viejas relaciones de tensión entre el capitalismo y la democracia, entre el mercado y el Estado. Pero también apuntan a una historia no resuelta, confusa, habitada por espectros hambrientos que deambulan por ahí. Es la historia de las crisis cíclicas del capitalismo, de esa forma de organización económica dominada por “las aguas heladas del cálculo egoísta”, como escribieron Marx y Engels en el Manifiesto….Es la historia de las resistencias sociales a los efectos de los “mares embravecidos del capitalismo” (Schumpeter), una trayectoria larga de acción colectiva e institucional dirigidas a regular y contener los poderes depredadores del capital, y de la cual la democracia representativa es su edificación más célebre, y, a la vez, más insatisfactoria y en algunos casos más débil.
Ese debate entre democracia y capitalismo no ha terminado, ni ha sido el fin de la historia como señaló alguna vez en tono de ocurrencia, escándalo intelectual y provocación mediática Francis Fukuyama, ni el fin de las ideologías, como escribió antes Daniel Bell. En realidad, desde hace tiempo el debate ya no es entre democracia o capitalismo, como argumentara muchas veces el recientemente fallecido Robert Dahl, o en el que insiste con frecuencia Adam Przeworski. El debate es entre cuánto capitalismo y cuánta democracia, cómo se pueden articular fórmulas de mercado con fórmulas políticas democráticas, en el cual se puedan trazar con alguna precisión conceptual y empírica los límites de la democracia y los límites de la economía. Y buena parte de los cartógrafos que intentan identificar esas fronteras lo hacen desde las aulas y los pasillos universitarios, en seminarios y foros para tratar de comprender los nuevos mapas del capitalismo y de la democracia.
De cualquier modo, las democracias capitalistas, representativas e institucionalizadas, están en problemas. Su capacidad para coexistir con las prácticas de mercado son cuestionadas, y sus resultados son decepcionantes para la gran mayoría de los ciudadanos. Y ni las fugas hacia las filosofías de farmacia de la felicidad individual o colectiva pueden ocultar los temas pesados de la pobreza y la desigualdad social. Ahí, entre los callejones y laberintos de fórmulas contradictorias entre democracia y desarrollo, entre política y economía, están los sitios donde aparecen continuamente aquellos fantasmas hambrientos, insaciables, a los que se refería con agudeza literaria Borges, el sabio.

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