Monday, October 06, 2014

Jóvenes hasta la tumba


Estación de paso
Jóvenes hasta la tumba
Adrián Acosta Silva
(Publicado en Campus Milenio, 25 de septiembre, 2014)
Desde hace ya muchos años, circula profusamente la noción de que la juventud es una obligación (casi) moral, una actitud frente a la vida, un conjuro efectivo contra la nostalgia, la memoria y el pesimismo. Las cruzadas sanitaristas contra el envejecimiento, la insistencia pública o privada para practicar sistemáticamente ejercicio y alimentarse saludablemente, la proliferación anárquica de espacios, productos y tratamientos anti-edad (crossfit, vitaminas, antioxidantes, liftings, spa´s, botox, cremas, esencias, hierbas, pócimas, brebajes), la condena en tono regañón hacia el abuso del cigarro, las drogas y el alcohol, forman parte innegable de esa cruzada trans-milenaria. Gobiernos y empresas, autoridades educativas, asociaciones ciudadanas y partidos políticos, se han encargado de insistir con obsesión extraña de que debemos mantenernos por siempre jóvenes, por quién sabe qué y por cuáles misteriosas razones.
Paradoja mayor: cuando todos los estudios y datos disponibles marcan el envejecimiento imparable de la población, aparece el griterío que reclama por la juventud eterna, por la necesidad de mantenernos jóvenes hasta la tumba. Nunca como hoy la esperanza de vida se ha alargado tanto, pero quizá tampoco nunca como hoy se ha venerado tanto la ilusión por mantenernos por siempre jóvenes. La manía surgió desde hace tiempo, con la juvenilización de la cultura popular y de la sociedad de masas, y se confirmó en los últimos años con la multiplicación de extrañas asociaciones entre la frescura, la innovación y la imaginación humana como sinónimos o atributos imperecederos de juventud; paralelamente, se ha desarrollado una condena velada, abierta o políticamente incorrecta frente a la idea de lo decrépito, lo tradicional y lo indeseable de la vejez de las cosas, entre ellas, la edad de los humanos. La actualización del viejo dicho de renovarse o morir se ha impuesto como lema y como norma. El problema es que para hoy y para el futuro, lo que tenemos es un escenario de envejecimiento sin precedentes en la historia humana.
Hasta principios del siglo XX, la esperanza de vida era de sólo 35 años en México. Hoy, un siglo después, es de 76 (y de 78 años para las mujeres). Muchos de nuestros bisabuelos y abuelos (ellos y ellas) murieron antes de llegar a los 60 años de edad. Una combinación de menos hijos por pareja y de extensión de las esperanzas de vida de la población en general, hace que más jóvenes y muchos más adultos habitan los pueblos y ciudades mexicanas. La transición demográfica es una transición imparable y silenciosa: la sociedad de niños y jóvenes de los 2 primeros tercios del siglo XX, ha cedido el paso sin pausas pero sin prisas a la sociedad de jóvenes y adultos del siglo XXI.
En ese contexto de envejecimiento general se ha reproducido la exigencia por prácticas saludables. Mantenerse jóvenes y vigorosos como un asunto de salud pública, casi como una “política de estado”, lo que eso signifique y casi a cualquier costo. Pero no es sólo una ocurrencia o un cálculo de política pública desde el Estado o una nueva vertiente de negocios impulsados por las manos invisibles o enguantadas del mercado. En el campo de la cultura se ha cultivado desde hace tiempo esa adoración por la juventud, una nostalgia por la juventud perdida, un elogio a los jóvenes y sus prácticas, sus rituales y expectativas. Y ningún género como el rock desarrolló tanto la idea de que esa música era la nueva fuente de la eterna juventud, la noción de que las guitarras eléctricas, los pianos y baterías acompañaban la inauguración de una nueva época, dominada por los jóvenes. El rock le metió duro a esa droga: Forever Young, “Por siempre joven”, el himno dylaniano de los sesenta, expresa bien esa adicción.
Que tengas siempre cosas que hacer
que tus pasos siempre sean rápidos
que tengas las cosas claras
cuando corran vientos de cambio
Que tu corazón siempre esté alegre
que siempre te rían las gracias.
Que siempre permanezcas joven
siempre joven, siempre joven…
Dylan, el viejo, tal vez se arrepentiría hoy de sus impulsos juvenilistas. Pero ese espíritu adorna bien el reclamo por la juventud eterna o prolongada que hoy nos invade en forma de mercancías, hábitos y espacios urbanos. Los gobiernos construyen parques lineales, cuadrados o redondos como espacios para fortalecer la cohesión social, los hábitos de vida saludables, la búsqueda de la armonía y la felicidad asociada imaginariamente al deporte masivo. Más aún: si uno mira bien a nuestras ciudades grandes y pequeñas, una nueva república ha nacido: la república de los gimnasios. Por todos lados, pequeños y grandes establecimientos ofrecen caminadoras, pesas, bicicletas fijas, barras, baños saunas, acompañados de servicios de nutriólogos, diagnósticos de masa corporal, dietas, entrenadores de salud. Algunos nunca cierran sus puertas, y muchos abren desde que amanece hasta bien entrada la noche. Por ahí circulan esteroides, pastillas y brebajes extraños para ayudar a los ejercitadores a mantenerse por siempre en forma, jóvenes y saludables. Muchachas y muchachos, señores y señores, no pocos adultos en plenitud y adultos mayores (desde hace tiempo le llaman así a los ancianos), acuden rutinariamente a esos lugares, contratan servicios, alimentan sus ilusiones. Parafraseando a Keats: una belleza terrible ha nacido: la industria del anti-envejecimiento, el nuevo pacto fáustico para una sociedad de Dorians Greys, la búsqueda de la utopía, o la maldición del conde Drácula: ser jóvenes eternamente, renacer cada noche una y otra vez, hasta que el destino nos alcance.

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