Thursday, July 23, 2015

La República de los Doctores


Estación de paso
La República de los Doctores
Adrián Acosta Silva
(Campus Milenio, 23 de julio de 2015.)
Desde hace tiempo se sospecha en ciertos círculos académicos y no académicos que el plagio de textos es una práctica común entre algunos estudiantes, profesores e investigadores universitarios. No hay datos sistemáticos que permitan calibrar las dimensiones de tales sospechas, pero da la impresión de que en ocasiones las prácticas plagiarias alcanzan ya el envidiable estatus de usos y costumbres en no pocas universidades públicas o privadas, particularmente en el área de las ciencias sociales. Sin embargo, a falta de datos precisos, grandes y pequeños escándalos se han acumulado sin prisa pero sin pausa en el horizonte público mexicano en los últimos años. El más reciente se descubrió en la Universidad Michoacana hace un par de semanas, cuando un investigador de esa institución fue acusado por plagiar no solamente un artículo de investigación de una académica española, sino incluso su propia tesis doctoral, presentada y avalada en el prestigiado Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México, una de las instituciones académicas más serias y reconocidas del país y de América Latina.
Pero no es el único caso. Hace un par de años, un historiador de la UNAM también fue descubierto en el acto. Como el de la Michoacana, también había alcanzado los más altos honores académicos de la carrera universitaria, incluyendo nombramientos, estímulos económicos y la pertenencia al Sistema Nacional de Investigadores, el esquema meritocrático más importante del país. Hace unos días, el académico y ensayista Guillermo Sheridan publicó, con envidiable sentido del humor, el sorpresivo descubrimiento de un plagio a su propia obra por parte de un investigador de El Colegio de San Luis, y también miembro destacado del SNI.
Los casos, las instituciones involucradas, los personajes mencionados, documentan con preocupación la expansión de una práctica que se cree o se creía controlada por la ética de la convicción académica, por la responsabilidad intelectual, o por las reglas básicas del oficio. Después de todo, la actividad académica exige, como todo oficio que se respete, códigos de honor como la honestidad intelectual, el respeto a las ideas y contribuciones de otros, el reconocimiento de los argumentos, los datos, los métodos, las obras de colegas, maestros o discípulos de la academia y de la vida intelectual. Esos códigos permiten alimentar con las flores simbólicas y delicadas de la confianza el desarrollo de las rutinas más elementales de la enseñanza y la investigación universitaria: publicaciones, seminarios, clases, talleres, conversatorios.
Ello no obstante, con el estallido ocasional de los escándalos, se pueden distinguir por lo menos dos grandes tipos de posiciones en el campus universitario: el de los depredadores y el de los moralistas. Los primeros son aquellos que con variables dosis de cinismo, caradura u oportunismo puro y duro, se aprovechan de entornos poco exigentes con la evaluación de trayectorias escolares y académicas, o con la laxitud en la revisión de textos y publicaciones, y que aprovechan hábilmente la ausencia o debilidad de los mecanismos éticos o legales que teóricamente garantizan la honestidad intelectual y la confianza académica en las universidades. Los moralistas, por su parte, son los que ven con indignación y hasta con horror cómo proliferan de manera incontrolable las prácticas de plagio en las universidades, tanto entre sus colegas como entre los estudiantes.
Una de las fuentes explicativas del fenómeno tiene que ver con la expansión anárquica de la carrera académica como opción laboral para no pocos jóvenes universitarios. Nunca como en años recientes se ha incrementado tanto la competencia por honores, dinero y prestigio entre los académicos. Un vistazo a algunos datos nos muestra la magnitud de la expansión. En 1970, sólo estaban registrados 5,953 estudiantes de posgrado en México; en 2015, se estiman en más de 250 mil. Casi el 70% de los estudiantes de posgrado son de maestría, contra el 20% de las especialidades y el 11% de doctorado. Pero si concentramos la atención en este último el nivel, se observa que en 1980 había solamente 1,308 estudiantes registrados; treinta y cinco años después, se estima que la cifra supera los 30 mil. En términos de oferta de programas doctorales, en 1960 había 20 en todo el país; hoy, se estima que son casi 800.
Estos datos –basados en información tanto del CONACYT como del Consejo Mexicano de Estudios de Posgrado, A.C- indican que México ha dejado de ser el país de los licenciados que Ibargüengoitia se imaginaba en los posrevolucionarios años sesenta, para dirigirse hacia la constitución de una imaginaria república de los doctores. Para mucho de los miembros de los estratos medios y altos urbanizados y escolarizados de la sociedad, la licenciatura ya no basta. Desde hace años, en algunos círculos sociales con extrañas pretensiones académicas o intelectuales, obtener una maestría o un doctorado se ha vuelto un deporte nacional, una obsesión para alcanzar estatus y posiciones en el mundillo académico y laboral mexicano. Las políticas públicas de estímulos a la calidad de la educación superior que hemos observado desde hace casi un cuarto de siglo, han desatado una feroz lucha por las becas, por acceder a los programas de estímulos y por los nombramientos académicos, desatando sentimientos de frustración y envidia, oportunismos y desarrollo de habilidades de algunos individuos para alcanzar dinero, influencia, poder.
Ese parece ser el mar de fondo del plagio académico, el “ecosistema” que explica el comportamiento de moralistas y depredadores. De algún modo, los escándalos recientes forman parte de las historias del lado oscuro del capitalismo académico. La simulación, el plagio, el robo intelectual, el secuestro de ideas y obras, sin ser asuntos inéditos ni recientes en la historia de las universidades, forman parte de las nuevas estrategias de promoción de los intereses individuales de hombres o mujeres en el territorio académico universitario. O sea, la academia como un espacio social más de prácticas de cálculo para la obtención de los mayores réditos, en un contexto institucional que desde hace tiempo tolera por incapacidad, por dolo o por comodidad, la expansión de los comportamientos depredadores o canallescos de algunos para apropiarse de manera poco escrupulosa de los productos creados por otros.

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