Thursday, May 19, 2016

¿Algo huele a podrido en el posgrado?

Estación de paso

¿Algo huele a podrido en el posgrado?

Adrián Acosta Silva

(Campus-Milenio, 19/05/2016)

La acelerada expansión de la demanda y la oferta de posgrados en México y en el mundo es un fenómeno que se ha consolidado al inicio del siglo 21. El lado positivo de ese crecimiento es el hecho de que miles de jóvenes con capacidad, vocación y talento se pueden incorporar en muchos programas de maestrías y doctorados bien diseñados, con profesores reconocidos, recursos de apoyo (becas, infraestructura) en instituciones académicamente sólidas, con buen prestigio y reputación en cada país. En esos espacios, las formas de socialización académica incluyen regularmente el compromiso intelectual y ético de estudiantes y profesores, códigos formales o informales que generalmente inhiben conductas que debiliten la confianza académica de los involucrados y de sus instituciones.

Pero el lado oscuro de la expansión de los posgrados es la multiplicación de casos de plagio y oportunismo académico, reglas laxas de admisión, tránsito y egreso de los estudiantes, un profesorado abrumado por compromisos de docencia, investigación, lectura de tesis, elaboración de dictámenes, publicación de artículos y libros. La tiranía de los rankings también juega un papel importante en la proliferación anárquica de programas de posgrado al vapor, frecuentemente ligados al autoconsumo de las propias universidades, pero también creados para atraer egresados de licenciatura o profesionales en ejercicio que requieren, por diversas razones, de acreditar una especialidad, una maestría o un doctorado que les permita obtener estatus, movilidad laboral o mejoramiento profesional.

Los escándalos sobre las diversas formas de corrupción académica que acompañan la expansión del posgrado se han multiplicado en los últimos años. Desde el célebre caso del exdirector del CONACYT a mediados de los años noventa del siglo pasado, que se presentaba (y firmaba) como Doctor egresado de una prestigiosa universidad norteamericana, sin serlo, el “Síndrome Alzati” se ha convertido en una práctica que de cuando en cuando alcanza el cielo negro de la indignación y el escándalo mediático y académico. Desde hace dos décadas, una y otra vez se presentan diversos casos de imposturas académicas, pirateo de artículos, plagios de tesis, que levantan sombras y sospechas sobre lo que ocurre en los patios interiores del posgrado en México y en el mundo. Quizá, parafraseando las célebres palabras de Shakespeare en Hamlet, alguien podría preguntarse: ¿algo huele a podrido en el posgrado?.

Que un escritor o un académico, presionado por publicar o perecer, decida recurrir a prácticas de plagio, descarado o sofisticado, se ha convertido en un dato más frecuente de lo que se suponía en el mundillo académico mexicano, tan dado, como en otros países, a la autocomplacencia o a hacerse de la vista gorda con las sospechas o con las certezas de que las cosas no funcionan bien en las universidades y centros de investigación. Que un político en desgracia, o un profesor que quiere hacer carrera política o burocrática, decidan que un doctorado les puede ayudar a legitimar sus posiciones, o buscar nuevas oportunidades en la vida política o profesional, forma parte de las creencias e ilusiones que alimentan la expansión de la oferta de los posgrados. Eso ha convertido a la decisión de algunos segmentos de la vida universitaria en el resultado de una complicada mezcla de interés y cálculo político para que un posgrado sirva de credencial para ser admitido en ciertos círculos de poder en la política o en las instituciones. El resultado es lo que vemos: un exgobernador y expresidente nacional del PRI cursa una maestría y luego un doctorado en el extranjero, en una buena universidad, mientras se ve envuelto en un escándalo de corrupción que le lleva a ser detenido y encarcelado; un par de historiadores convertidos en plagiarios seriales, lo que los lleva a la deshonra personal y académica al ser despedidos de sus instituciones y, en uno de los casos, a ser despojado de su título de doctorado por la misma institución en que se formó en sus años de estudiante; en un caso más reciente, un alto funcionario de una importante universidad estatal y exrector de un centro universitario, es denunciado por plagiar parte de su tesis doctoral, presentada hace casi una década en una universidad española.

Más allá de las anécdotas, de las motivaciones de los involucrados, de las circunstancias específicas que llevan a un individuo a reproducir el síndrome Alzati, lo que los casos muestran es la existencia de los cada vez más diversos tipos de estudiantes que se incorporan a las filas de los posgrados en todo el mundo. Esa diversidad tiene que ver con motivaciones, trayectorias previas, cálculos políticos o académicos, intereses en juego, recursos en disputa. Así, se pueden encontrar factores como la edad y el sexo, el tipo de programas e instituciones que eligen, la vocación y la capacidad para emprender proyectos de investigación (una tesis doctoral, por ejemplo). Pero son también los factores institucionales los que juegan un papel importante en la proliferación de espacios de posgrado cuyas prácticas académicas se basan en el viejo principio de “si pagas, pasas”, que facilitan el ingreso, tránsito y egreso de estudiantes que jamás debieron estar en un posgrado, de comités académicos y profesores que por negligencia, desinterés o exceso de trabajo no supervisan los trabajos de los estudiantes o de sus colegas.

En esas circunstancias, un tiempo de tormentas perfectas se abre en el horizonte académico e intelectual de la vida pública mexicana. Los síndromes Alzati, Moreira, Berenzon, Arancibia o Pascual Gay se acumulan en el paisaje mexicano reciente, y seguramente nuevos casos se sumarán esporádicamente a esa tendencia de degradación ética y estética del posgrado. Minimizar los escándalos y sus implicaciones sociales e institucionales no parece una respuesta adecuada a los actos de piratería que sacuden de cuando en cuando el mundillo académico mexicano.

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