Thursday, December 15, 2016

Estupidez

Estación de paso
El poder de la estupidez
Adrián Acosta Silva
(Campus-Milenio, 15/12/2016)

El señor T. se mueve bajo un halo de decorosa estupidez;
una estupidez minuciosa, de meticulísima pompa.
Leonardo Sciascia, “El señor T. protege al pueblo” (1947)

La estupidez, junto con la inteligencia, es uno de los grandes temas de las sociedades antiguas y contemporáneas. El punto de partida de muchas de las discusiones sobre el asunto tiene que ver con el hecho de que en todas las épocas y en todas las sociedades hay estúpidos, al igual que hay listos y tontos, oportunistas e ingenuos. Su distribución no respeta raza ni nacionalidad, posición social o género. Ambos conjuntos se superponen, coexisten y traspasan continuamente sus fronteras. El problema es definir qué es la estupidez, y construir esa definición constituye un desafío formidable para el sentido común, pero también para la psicología, la filosofía o para las ciencias sociales en general. Dostoievsky, que algo sabía de la naturaleza humana, en algún momento escribió: “El hombre es estúpido, fenomenalmente estúpido”.
Algunos pensadores se han arriesgado a pensar seriamente en el tema, con el riesgo de provocar risas, enojo o ira, según sea quien los escuche o los lea. Johann Eduard Erdmann (1805-1892), por ejemplo, un estudiante alemán discípulo de Hegel, lanzó el dardo envenenado sobre el tema de la estupidez humana en pleno siglo XIX, con el auge del racionalismo y las herencias del siglo de las luces en Europa. En una época en la que en nombre de la razón se intentaba borrar todo vestigio de los impulsos y emociones irracionales de la vida social, Erdmann recordó que la estupidez es una de las características esenciales de la vida en sociedad, el recordatorio incómodo de la imperfección humana, las limitaciones infranqueables del cálculo y el comportamiento racional. En 1866, en Berlín, recordaba frente a un grupo de filósofos que los griegos inventaron para el estúpido la expresión “idiota”, que significa el aislamiento del individuo de su núcleo social, el ensimismamiento, la reflexión del individuo en un mundo cerrado que no sobrepasa nunca las fronteras de su propio pensamiento. Por ello, Erdmann proponía definir a la estupidez como “el estado mental en que el individuo se considera a sí mismo y la relación consigo mismo como único criterio de la verdad y el valor; o dicho más brevemente: en que lo juzga todo sólo a partir de sí mismo” (Sobre la estupidez, ABADA Ediciones, 2007, Madrid, p.92)
Robert Musil, casi 70 años después, en 1937, en Viena, retomaba con brío reflexivo el gran tema de la estupidez que había iniciado antes el filósofo Erdmann. A diferencia de éste, Musil confesaba no conocer ninguna teoría sólida sobre la estupidez, y se declaraba incompetente para definirla con precisión. Cuestionaba los acercamientos que intentan considerarla sinónimo de la incapacidad, de la falta de inteligencia, de tontería, de ineficiencia. Pero reflexionaba con agudeza sobre el tema, al distinguir dos tipos de estupidez, muy distintos entre sí: “una estupidez franca y sencilla” y otra estupidez elaborada, “más elevada y con pretensiones”. La primera tiene expresiones que se acercan a lo artístico, cierta candidez e ingenuidad que suelen ser alojadas en distintas formas poéticas; la segunda es, por el contrario, una malformación, una formación mal realizada, que se expresa en inconstancia y malos resultados. En cualquiera de los dos tipos, decía Musil, la estupidez puede ser un arte, sea por la vía de la ignorancia ingenua, sea por la vía del cálculo fallido. Si ser estúpido es hablar sobre lo que no se sabe, con la seguridad de quien se asume como sabio, la única salida contra la estupidez es la modestia, señalaba el autor de El hombre sin atributos.
La ubicuidad de la estupidez humana llevó a un gran historiador económico italiano, Carlo M. Cipolla, a escribir en 1988 un pequeño tratado titulado justamente Las leyes fundamentales de la estupidez humana (Crítica, Barcelona, 2013). Ahí, su autor describió lo que considera las 5 leyes principales de la estupidez. La primera de ellas es que “siempre e inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan por el mundo; la segunda es que “la probabilidad de que una persona determinada sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de la misma persona”; la tercera es la denominada por Cipolla como la Ley de oro: “una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio”. La cuarta es que “las personas no estúpidas subestiman siempre el potencial nocivo de las personas no estúpidas...” Finalmente, la quinta ley de Cipolla sobre el tema es que “la persona estúpida es la persona más peligrosa que existe.”
Musil, Erdmann y Cipolla confirman que la estupidez es una bestia ingobernable, un animal ubicuo, propio de todos los tiempos y climas intelectuales, sociales y políticos. Sea en forma de especulaciones, de reflexiones o de leyes, la descripción del fenómeno se ajusta a lo que los antiguos y los modernos asocian a la condición humana. Eso mismo que describía con crueldad maligna hace muchos años un agnóstico célebre, Frank Zappa: “Algunos científicos afirman que el hidrógeno, por ser tan abundante, es el componente básico del universo. No estoy de acuerdo, pues hay más estupidez que hidrógeno, y es aquella el componente básico del universo.” Ahora que presenciamos el resurgimiento de tendencias que promueven la censura de obras clásicas como Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, o Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain, “por herir la sensibilidad” de un niño del condado de Virgina, o cuando se instala la política de la “posverdad” como eje del discurso dominante de los nuevos populismos de izquierda o de derecha, no queda más remedio que confirmar las palabras sabias de Ambrose Bierce: “la estupidez nunca yerra y jamás descansa”.

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