Tuesday, March 14, 2017

Ética académica y libertad de cátedra


Ética académica y libertad de cátedra
Adrián Acosta Silva
(Nexos digital, 13/03/2017)
La semana pasada un episodio escandaloso circuló por las venas abiertas de las redes sociales. Un profesor universitario aparecía impartiendo clase frente a un grupo de estudiantes de una escuela preparatoria de la Universidad de Guadalajara, hablando de manera “soez y poco apropiada” (según lo calificó posteriormente la directora de dicha escuela) sobre la violencia contra las mujeres. En pleno día internacional de la mujer, el escándalo se volvió “viral” y el profesor fue exhibido como misógino, machista e ignorante. Aunque luego se supo que el video había sido filmado y editado por los propios estudiantes, y fue “descontextualizado” de la clase completa del citado profesor (clase que tiene el paradójico título de “Habilidades del aprendizaje”), el daño ya estaba hecho. Las autoridades universitarias anunciaron rápidamente un procedimiento administrativo y posibles sanciones al profesor. No se sabe en que terminará este drama minúsculo de la vida universitaria.
La nota llama la atención porque retorna al primer plano una discusión clásica: el de los límites entre la libertad de cátedra y la ética académica. Más allá del linchamiento mediático al profesor, del clima de indignación moral que suscitó en las redes el video, y de la confirmación de los efectos indeseables del poder efímero de las redes sociales, lo que resulta relevante es la confirmación de la ambiguedad de los límites entre los imperativos éticos, la responsabilidad intelectual y las prácticas académicas universitarias. ¿Hasta dónde un profesor o profesora puede ejercer la libertad de cátedra en el ejercicio cotidiano de su labor frente a los estudiantes? ¿Es legítimo que los estudiantes utilizen las nuevas tecnologías para realizar labores de espionaje y denuncia sobre sus profesores? ¿Cómo actúan las autoridades universitarias frente a este tipo de actos, más comunes y cotidianos de lo que se piensa? Las lecturas del asunto son diversas debido precisamente a la naturaleza pantanosa de las relaciones entre estos componentes. Atribuir a las redes sociales la culpa de las deformaciones de una información pública, al profesor el uso de un lenguaje no apropiado, o a la pureza de las normas burocráticas universitarias el cumplimiento de las labores académicas, significa eludir la complejidad del asunto.
Que un profesor exprese una opinión, ofrezca un ejemplo, o recurra a cierta dramatización de algún tema o situación, es cosa de todos los días. Son usos y costumbres que intentan llamar la atención de los estudiantes sobre temas o problemas de algún tipo. De alguna manera, son recursos retóricos que dependen del criterio, la experiencia o la capacidad intelectual del profesor o profesora, del tipo de materia que se trate, del programa que corresponda. La libertad de enseñanza supone justamente eso: que el profesor tenga la autoridad académica y la libertad para expresar sus conocimientos u opiniones, así sean polémicas o políticamente incorrectas, bajo el supuesto de que ello es un recurso pedagógico del ámbito académico universitario.
Que un maestro utilize ejemplos que no van al caso, con un lenguaje donde la grosería y la vulgaridad colorean sus ejemplos, son muestra de las limitaciones académicas e intelectuales del profesor, no problemas de la libertad de cátedra. Pero si a eso se agrega el clima de resentimiento que puede existir en ciertas comunidades, y la probada capacidad de escándalo que las imágenes y palabras tienen entre los usuarios adictos a las redes sociales, que conquistan el éxito y la atención pública por unos minutos o por unas horas, la actividad académica universitaria se vuelve el producto de las aguas revueltas y en ocasiones empantanadas de la corrección política, el linchamiento moral, y la precariedad intelectual de profesores, estudiantes o autoridades universitarias.
La ubicuidad de los teléfonos inteligentes y de las redes sociales los ha convertido en instrumentos de denigración y chismes que antes se refugiaban discretamente en las paredes de los baños escolares, o que circulaban como anécdotas en las fiestas de profesores o estudiantes. Las tendencias a la moderación y la prudencia pública –ese “viejo arte de saber quedarse callado en público”, como le denomina Enzesberger en Reflexiones del Señor Z-, parecen desvanecerse entre profesores y estudiantes universitarios. En organizaciones como la universidad, que legitiman su función justamente por el ejercicio de la libertad de reflexión, debate y discusión que teóricamente caracterizan su vida intelectual y académica, la instalación en el subsuelo institucional de prácticas de enseñanza en climas de temor, de venganza y búsqueda deliberada del escándalo y la humillación, muestran el lado oscuro, incivilizado, de las nuevas redes sociales y las prácticas académicas habituales.
Junto con las prácticas de plagio, de simulación académica, de acoso escolar de algunos profesores y estudiantes, o la debilidad de las autoridades universitarias públicas o privadas para actuar ante comportamientos “inapropiados” de unos u otros, y frente al poder de las redes sociales para denunciar, chantajear o exhibir personas y reputaciones, las lecciones del pequeño escándalo de una de nuestras repúblicas universitarias apuntan hacia la confirmación de las paradojas y pequeños dramas que habitan la vida escolar cotidiana en aulas y planteles.

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