Thursday, October 11, 2018

La reinvención del gobierno universitario

Estación de paso

Gobierno universitario: pinzas, tuercas, tornillos

Adrián Acosta Silva

(Campus-Milenio, 11/10/2018)

Acaso como ninguna otra institución cultural contemporánea, la universidad pública es una organización colegiada. Su tamaño y diversidad académica y disciplinaria, la complejidad de sus prácticas, usos y costumbres, las interacciones cotidianas entre estudiantes, profesores y funcionarios, se expresan en un conjunto de reglas escritas y no escritas que rigen los comportamientos cotidianos en los campus universitarios. Quizá por ello, por esa complejidad de las relaciones entre la docencia, la enseñanza y la investigación, la producción de conocimiento y las formaciones profesionales, las universidades aprendieron desde hace mucho tiempo que la mejor forma de gobierno es la del equilibrio entre los órganos personales y los colegiados, los que se ejercen de manera inevitable por individuos (Rectores, Directores) y los que se configuran alrededor de espacios colectivos de deliberación y toma de decisiones (consejos universitarios). Ese equilibrio implica un contrapeso efectivo a las tentaciones de construir un poder despótico de sus directivos, pero también es un dispositivo institucional que contiene los impulsos hacia las formas asambleísticas de autoridad que coexisten en las universidades públicas mexicanas

La racionalidad colegiada es el principio clásico e histórico del gobierno universitario. Ese es el núcleo duro del orden político y burocrático de la universidad. Asume de manera inevitable la producción de acuerdos pero también la existencia de conflictos. Supone que el carácter colegiado de las decisiones –reformas, cambios, sanciones, reconocimientos, distribución de recursos- garantiza umbrales mínimos de gobernabilidad y de gobernanza universitaria. Pero una de las funciones mayores de la colegialidad es la relacionada con la gestión de la incertidumbre. Es una función no declarada sino manifiesta, que se vuelve visible en épocas de crisis. Ahí, en ese momento, la distribución de los costos y riegos de la incertidumbre, así como de sus potenciales beneficios, se vuelve una de las virtudes innegables de la colegialidad universitaria, una fuente preciosa de su legitimidad y poder institucional.

De cuando en cuando, sin embargo, surgen los reclamos a las formas que asume la colegialidad. Más aún, surgen propuestas para reformar, renovar o reinventar el gobierno de las universidades. El ruido de fondo es el malestar con los resultados o con la composición misma del gobierno universitario. En un extremo, se encuentran los críticos de la eficiencia gubernativa universitaria, para quienes el “democratismo” colegiado es un obstáculo para la toma de decisiones técnicas oportunas que permitan resolver los problemas cotidianos o emergentes de la organización. Para esta posición, la reducción de la colegialidad significa el incremento del poder de los órganos unipersonales de gobierno. El efecto deliberado de esa operación significa dotar de flexibilidad, agilidad y eficacia a la acción institucional universitaria. De algún modo, la lógica del capitalismo académico se asocia a estos intentos de mejorar el gobierno de la universidad.

En el otro extremo se encuentran aquellas posiciones que critican la baja participación y representación de estudiantes y profesores en los órganos colegiados de gobierno. Una variante importante de esta posición es la crítica a las Juntas de Gobierno como órganos cerrados, oligárquicos y opacos, que toman decisiones con poca o nula participación de la enorme mayoría de los universitarios. Para estas posiciones, la reducción de las atribuciones y facultades de los órganos unipersonales o semi-colegiados (como las Juntas de Gobierno), significa el incremento de las facultades y atribuciones de los órganos colegiados amplios (Consejos Universitarios). Aquí, la lógica del bien público está en el centro de los reclamos participativos.

Para unos, el criterio maestro de un buen gobierno universitario es la economía de recursos, la eficiencia y los resultados institucionales. Para otros, son los criterios de representatividad y participación de estudiantes y profesores los que determinan el perfil de un buen gobierno de la universidad. Para unos, lo primero que debe asegurarse es la calidad de la gestión de la universidad a través de la mejora en los esquemas de gobernanza universitaria; para otros, asegurar la gobernabilidad universitaria, con reformas al “régimen político” universitario. Entre estas posiciones existen por supuesto matices, diferencias, énfasis distintos sobre aspectos específicos.

Numerosos dilemas y tensiones están presentes en la discusión sobre el mejor gobierno de la universidad. Están también los fantasmas de la ingobernabilidad y de la ineficacia burocrática, los relatos de los intereses externos, las amenazas de las ambiciones políticas de unos u otros. Pero (casi) nadie parece poner en duda, hasta ahora, el principio de colegialidad. Lo que se discute son los límites, alcances y atribuciones del gobierno colegiado. Tampoco existe nada parecido a un gobierno ideal universitario, una suerte de “poliarquía” universitaria, con máximos de participación y representación combinada con máximos de efectividad institucional. Lo que tenemos son experiencias más o menos exitosas o más o menos fallidas de gobierno universitario.

Quizá la mejor manera de organizar una discusión al respecto sea la de fortalecer un gobierno colegiado que garantice umbrales razonables de gobernabilidad (gestión del conflicto) y grados aceptables de gobernanza (gestión e implementación de los cambios). Pero la otra operación intelectual, analítica y política es diferenciar con claridad los ámbitos de la vida académica y la vida administrativa de la universidad, reconociendo la autonomía relativa de ambos espacios decisionales y de sus peculiares complejidades. Quizá ahí se encuentre la fórmula adecuada para sostener la máxima colegialidad académica con la máxima efectividad de la vida administrativa. Por la vía de los hechos, durante los últimos años ha ocurrido que bajo la idea de los “regímenes de calidad” se han erosionado las bases de la colegialidad académica universitaria. Es momento de revisar esa experiencia para pensar de otra manera el gobierno de la universidad, identificando las pinzas, tuercas y tornillos indispensables para que funcione mejor la maquinaria gubernativa universitaria.

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