Monday, August 20, 2018

Días extraños

Estación de paso
Días extraños
Adrián Acosta Silva
(Campus-Milenio, 16/08/2018)

Instalados en plena transición intergubernamental, somos espectadores de un proceso que tiene su encanto. Es la despedida de un gobierno en funciones y la preparación de un nuevo gobierno que iniciará su ejercicio en unos poco meses. El tiempo político parece acelerarse, y las imágenes, los hechos y las palabras se amontonan en el registro de unos días caracterizados por una intensidad inusual, distinta a los rápidamente envejecidos días electorales, pero fundamental para tratar de entender el día a día de la política postelectoral mexicana.
La educación superior no escapa a esta impresión. Nombramientos anticipados, decisiones a consulta, anuncios de cambios y transformaciones mayores, de ajustes menores, van configurando el escenario político de las decisiones de políticas que habrán de tomarse para el próximo sexenio. Se habla ya de la creación de 100 nuevas universidades, del incremento de los presupuestos a las universidades públicas existentes, de políticas universalistas de admisión en la educación superior para los jóvenes mexicanos, de reformas al CONACYT y al Sistema Nacional de Investigadores. Demasiados temas, demasiadas tensiones, que pueden expresarse como crónica de conflictos anunciados, o como parte de acuerdos mínimos satisfactorios para los protagonistas de los hechos y las acciones.
Un punto especialmente interesante, y potencialmente conflictivo, es el tema de la relación entre el ejercicio tradicional de la autonomía universitaria y la construcción del proyecto alternativo de nación impulsado por el nuevo gobierno. Es una clásica tensión entre dos tipos de legitimidad: la de un gobierno democráticamente electo, y la que tratan de preservar las universidades públicas desde mediados del siglo XX. La primera, digamos, es gobernada por una lógica republicana, basada en el ejercicio de las facultades constitucionales que puede ejercer un gobierno electo por la mayoría de los ciudadanos, a través del plan nacional de desarrollo y los programas sectoriales correspondientes. La segunda es una lógica autonomista, basada en las libertades de crítica, de expresión y auto-organización de las prácticas académicas, de gobierno y de gestión que ejercen las universidades públicas federales y estatales, una autonomía garantizada incluso desde 1978 con reformas al artículo tercero constitucional.
Esas tensiones entre legitimidades distintas tienen su historia en México. Se remontan a finales de los años veinte y treinta del siglo pasado, cuando la lucha por la autonomía de la Universidad Nacional se enfrentaba a la construcción del proyecto educativo impulsado por las elites dirigentes del Estado de la Revolución. La célebre polémica Caso-Lombardo, ocurrida en el contexto de la celebración del Congreso de Universitarios Mexicanos en 1933, derivó en el establecimiento de los códigos primarios de la confrontación política del campo de la educación superior: con el Estado o contra el Estado.
Pero los códigos prácticos de la negociación política suavizaron esas tensiones a partir de los años cuarenta. El reconocimiento del valor de la autonomía universitaria, y de la legitimidad del interés gubernamental por intervenir en la conducción de las políticas de educación superior, configuraron los arreglos institucionales básicos necesarios para la estabilidad institucional y la expansión de la educación superior a partir de los años sesenta. De alguna manera, la “era dorada” de la autonomía universitaria mexicana que ocurrió a lo largo de esos años (1940-1968), enfrentó una crisis de legitimidad luego del movimiento del 68, y reapareció con fuerza en los años setenta, con la creación de la última gran ola de universidades públicas federales y estatales en todo el país.
En el transcurso de los años ochenta y noventa, la crisis económica y la transición política modificaron los arreglos institucionales tradicionales entre las universidades y el Estado. En un contexto de restricciones presupuestales, de continuo crecimiento institucional y de formulación de nuevas reglas de políticas públicas para el sector, que alentaron la diversificación público/privado y la competitividad de los programas y de las instituciones, la autonomía universitaria fue cambiando de significados, contenidos y alcances. El neo-intervencionismo estatal se constituyó como el eje del ciclo emergente con estas nuevas políticas, basadas en la evaluación de la calidad y del financiamiento condicionado, competitivo y diferenciado. Nuevos organismos, agencias y actores se incorporaron al campo educativo terciario, y las universidades públicas experimentaron diversos procesos de reforma, como esfuerzos de adaptación al nuevo contexto político y de políticas.
Los primeros tres gobiernos de la era de la alternancia ocurridos con el arribo del siglo XXI continuaron interviniendo bajo los códigos del paradigma evaluador/supervisor/acreditador de la calidad de la educación superior mexicana. Asistimos al triunfo de la “república de los indicadores” sobre la república universitaria realmente existente, con sus penurias, sus dilemas, sus ansiedades e insuficiencias, expresadas en una colección variopinta de contradicciones, tensiones y paradojas sociales e institucionales. El saldo mayor de esta experiencia es que las universidades han disminuido significativamente sus grados de libertad y de autonomía institucional, y el Estado –el ejecutivo y el legislativo federal, y los ejecutivos y legislativos estatales-, ha incrementado la cantidad e intensidad de sus intervenciones.
Esto es parte de la experiencia reciente de la educación superior universitaria. Ahora que vuelven a soplar los vientos de las tensiones entre la autonomía universitaria y el proyecto de la cuarta gran transformación nacional, cierta sensación Déja Vú parece flotar en un escenario en pleno proceso de construcción. Son, sin duda, días extraños.


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