Thursday, May 23, 2019

Educar en tiempos violentos

Estación de paso

Educar en tiempos violentos

Adrián Acosta Silva

(Campus-Milenio, 23/05/2019)

Una de los procesos más complejos de las sociedades contemporáneas es la veloz relocalización del papel de la educación en la vida social, económica y política. Esa relocalización significa debilitamiento, incertidumbre, confusión de las tradicionales funciones de la escuela y de la universidad en la configuración de patrones de movilidad social ascendentes, en la formación de capital social (confianza), en el fortalecimiento de las democracias, en el incremento de la productividad y el crecimiento económico, en la distribución de oportunidades y disminución de las desigualdades, en la configuración de redes de cohesión social, sentidos de identidad y pertenencia.

El Estado social produjo en el mundo varios círculos virtuosos entre educación, democracia y desarrollo. Como es conocido, la expansión educativa permitió la formación de una poderosa clase media urbana, que se incorporó masivamente a la producción industrial y de servicios, donde el empleo público y privado absorbieron a buena parte de una población más educada, mejor preparada que las generaciones previas a la posguerra. El mundo rural tradicional, cedió el paso al mundo urbano-industrial, con sus nuevas prácticas, imaginarios y creencias. Capitalismo y democracia, es decir, el mercado y la política, marcaron la ruta de tensiones que combinarían crecimiento económico con distribución del ingreso, orden democrático con regulación de los mercados, legitimidad del estado social con mejoramiento de las condiciones y expectativas de vida de millones de individuos. Durante un ciclo largo (1940-1970), esas tensiones y combinaciones cambiaron para siempre el rostro de las sociedades modernas occidentales.

Aunque nunca desaparecieron, las desigualdades sociales disminuyeron de manera dramática y efectiva. En el caso europeo, el modelo de estado benefactor impulsado por la socialdemocracia se constituyó como la invención de un sistema de seguridad social capaz de garantizar mínimos de bienestar “desde la cuna hasta la tumba” a todos sus ciudadanos. En el caso latinoamericano, la versión local fue el estado asistencial, una forma política que asumió parcialmente las funciones del estado social europeo, concentrando su atención en la conformación de los grandes sistemas de educación, de salud y de empleo público que explican la modernización de la economía, la sociedad y la política mexicana durante los años dorados del desarrollismo.

Hoy, sin embargo, esos logros padecen de un largo proceso de estancamiento y aún de retroceso. Luego de la crisis económica de finales del siglo anterior, y de transitar por un conjunto de reformas económicas neoliberales combinadas con un proceso de transición política hacia la democracia, el siglo XXI trajo consigo un conjunto heterogéneo de novedades, desencantos e incertidumbres. El famélico crecimiento económico y la persistencia histórica de la desigualdad y la pobreza como señas de identidad de más de la mitad de los mexicanos, se combinaron con el desencanto político con la democracia y la aparición de las bestias negras del crimen organizado, la violencia homicida, la corrupción y el deterioro de las instituciones del Estado.

En este contexto, la educación, la democracia y el desarrollo son procesos que apuntan a una articulación difusa y contradictoria de sus contribuciones y potencialidades. En particular, la educación, es decir, las escuelas básicas y las universidades, han padecido los efectos de ese contexto hostil e incierto sobre sus funciones e importancia. Educar en tiempos violentos habitados por una economía que no crece ni distribuye, y una frágil democracia que debilita paulatinamente sus fuentes de legitimidad, se ha convertido en una actividad confusa, cuyas cartas clásicas de presentación –proporcionar cohesión social, movilidad, productividad, empleos bien pagados, adaptabilidad- se han visto cuestionadas desde el Estado y desde el mercado.

Ello no obstante, aún en territorios y localidades donde la violencia se ha convertido en una nueva fuente de autoridad, miles de niños y jóvenes asisten cotidianamente a las escuelas. Padres y familiares alientan a sus hijos a ver en la educación la única forma de salir de los círculos malditos de la pobreza y la desigualdad que caracterizan a muchas comunidades locales. Esas prácticas persisten a pesar de las críticas sobre la calidad de la educación, del deterioro de la infraestructura educativa o la falta de oportunidades para el acceso a la educación superior; a pesar del hecho de que a lo largo del siglo XXI, solo 23 de cada 100 niños que ingresaron en el año 2000 al primer año de primaria lograron egresar de alguna modalidad de la educación superior en el año 2017.

Esa persistencia organizada y colectiva es a la vez, cálculo y resiliencia, ilusión y oportunidad. ¿Cómo explicar el fenómeno? ¿Qué causa la paradoja? Llevamos casi dos décadas de atestiguar la persistencia de hábitos, costumbres y rutinas educativas que sobreviven a malos augurios y políticas erráticas, a cálculos fallidos y esperanzas frustradas, a la confusión sobre el presente y a la incertidumbre sobre el futuro. Y todavía no tenemos explicaciones sólidas para comprender esa paradoja.


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