Thursday, June 20, 2019

Universidades a la medida

Estación de paso
Universidades a la medida
Adrián Acosta Silva
(Campus Milenio, 20/06/2019)
Una de las cuestiones que destaca desde hace tiempo en la agenda contemporánea de investigación y de políticas sobre las universidades públicas en México y en América Latina, es el tema de las relaciones entre los tipos de gobierno autonómico universitario y sus patrones de rendimiento o desempeño institucional. La explicación en torno a esta centralidad gira en torno a la idea de que la autonomía universitaria es fundamentalmente un medio para el ejercicio efectivo de las libertades y prácticas académicas de docencia, investigación y difusión cultural. Desde esta perspectiva, la autonomía es un instrumento –más que un fin en sí mismo, o un valor institucional, o una garantía constitucional-, cuyo núcleo simbólico y práctico es la toma de decisiones y el diseño e implementación de políticas institucionales orientadas a la protección de las libertades académicas, decisiones y políticas que son habitualmente procesadas por los órganos de gobierno universitarios, tanto colegiados como unipersonales.
Bajo estas consideraciones, la gestión de la autonomía es un asunto que compete directamente a los gobiernos universitarios. Asegurar los grados de autonomía supone una lógica progresiva del fortalecimiento de las libertades intelectuales, políticas, académicas y organizativas de los universitarios. Con este principio básico, las relaciones entre las distintas formas del gobierno de las universidades parecen tener algún impacto o efectos en las diferentes maneras del ejercicio autonómico universitario y en los diversos tipos de rendimiento (performance) de las instituciones.
Pero la cuestión del gobierno universitario implica analizar también las determinaciones contextuales correspondientes. Sabemos que, para el caso mexicano, junto a los procesos de expansión de la educación superior de los últimos años, se desplegó una nueva configuración política y de políticas públicas federales centradas en la evaluación de la calidad y del desempeño institucional, asociadas a diversas restricciones normativas, burocráticas, financieras y organizativas para las universidades públicas. Ello las colocó en un entorno que obligó a diversos ajustes y adaptaciones centrados en mejorar febrilmente sus indicadores del desempeño académico y administrativo de acuerdo a diversos esquemas de medición del rendimiento institucional. La retórica y las métricas sobre ese desempeño han acompañado durante tres décadas estos procesos adaptativos universitarios.
En tales circunstancias, una multitud de índices, indicadores y tasas habitan las prácticas, ansiedades y obsesiones de autoridades y directivos universitarios. Pero también las métricas del rendimiento de docentes e investigadores universitarios gobiernan en buena medida el comportamiento y estrategias de muchos académicos, preocupados por la productividad y la eficiencia de sus labores cotidianas. Las distinciones y reconocimientos al uso explican desempeños individuales y colectivos orientados a obtener los mayores y mejores reconocimientos posibles para así obtener el puntaje más alto, recompensado con una mejoría marginal o sustantiva de los ingresos salariales de profesores e investigadores.
Estamos así experimentando desde hace ya varias generaciones de universitarios, un largo y complicado proceso de evaluaciones de la calidad académica, la eficiencia institucional, la equidad en el acceso, o la vinculación “con las necesidades de la sociedad”, sin definir bien qué es lo que queremos saber y para qué. La obsesión métrica se ha concentrado en la acumulación de datos y cifras, pero no sabemos exactamente qué significan ni para qué sirven, más allá de integrar rankings, comparar desempeños o ilustrar con la frialdad de los “números duros” (como si estos no fueran siempre relativos y discutibles), que tan o bien o qué tan mal van nuestras universidades. Como ha señalado recientemente el filósofo vasco Daniel Innerarity, estamos obsesionados con la creación de sociedades o instituciones “hechas a medida”, en las que en realidad, al no tener claras las ideas que deseamos discutir o conocer, a lo que nos dedicamos es a medirlas con la mayor precisión posible.
En este contexto de restricciones, condicionamientos y determinaciones de políticas, la autonomía universitaria se ha modificado de manera significativa. Es una modificación que tiene que ver con una lógica restrictiva de las libertades académicas, una lógica que se ha legitimado poco a poco a lo largo de los últimos años entre las propias universidades públicas. Las reglas del desempeño institucional han modificado sustancialmente los imaginarios y las prácticas académicas, burocráticas y administrativas de las universidades públicas. La lucha por los estímulos ha sustituido a la lucha por el mejoramiento salarial general de los trabajadores universitarios; la obsesión por mejorar los indicadores del rendimiento institucional se ha convertido en el leit motiv de las autoridades universitarias; las estrategias por el mejoramiento de las posiciones en los rankings o en los ratings internacionales, nacionales o locales han gobernado la preocupación por el desempeño de las universidades.
Y, hasta ahora, todo apunta a que esa tendencia continuará en los próximos años.

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