Thursday, January 23, 2020

Prótesis conceptuales

Democracias, populismos y prótesis conceptuales
Adrián Acosta Silva
(Texto leído en la mesa de diálogo "La democracia sí tiene quién le escriba, Feria Internacional del Libro de Guadalajara, diciembre de 2019)
Publicado en Nexos, blog de la redacción, 22/01/2020.
Circula desde hace tiempo una idea peligrosa: la democracia representativa es un invento de las élites políticas. Según la estruendosa narrativa asociada a la idea, ese tipo de democracia es un invento dirigido a mantener en la pobreza, la corrupción y la desigualdad al pueblo mexicano. Más aún: se subraya que en México la verdadera democracia comenzó realmente el primero de diciembre de 2018, con el triunfo de AMLO a la Presidencia de la República. No es una idea nueva, ni de circulación exclusiva en México. En realidad, se ha fraguado a fuego lento entre varios sectores políticamente activos de la sociedad mexicana a lo largo de los últimos treinta años, una idea que evoca a algo parecido a la vieja música de la revolución como el punto cero de un cambio político, pero también a la letra de la dictadura del proletariado como contraposición radical a la democracia burguesa que señalaba el viejo Lenin en El Estado y la Revolución.
La alternativa a esa idea es la construcción de una democracia popular, directa, sin intermediaciones artificiales que desfiguren la genuina voluntad del pueblo. Es una idea que borra la distinción entre representantes y representados, entre gobernantes y ciudadanos, entre ellos y nosotros. En ese relato, o relatos, los partidos y las organizaciones deforman la voluntad popular, sustituyendo el interés del pueblo por los intereses particulares de cada organización política. Esa desconfianza en las intermediaciones lleva en buena lógica a la desconfianza en los partidos y al sistema de organización de las representaciones que estos expresan, pues tienen una tendencia inevitable hacia la oligarquización política en las democracias representativas, es decir, la “particularización” de sus intereses como representación de los intereses de todos. Por ello, el sociólogo alemán Robert Michels afirmaba con justa razón en Los partidos políticos (hace casi un siglo) que “quien dice organización dice oligarquía”.
Ese problema ha permanecido como una tensión latente entre pluralismo y representación, que ha llevado a disminuir las tendencias hacia la oligarquización de las democracias. Pero en los últimos años, ha renacido con fuerza la idea de que hay alternativas radicales a las democracias representativas, y que hoy resurgen bajo el concepto-paraguas del “populismo”, una suerte de prótesis conceptual utilizada para denominar a regímenes políticos de orígenes democráticos que por diversas razones y circunstancias tienden a convertirse en autocracias. En muchos casos nacionales contemporáneos, se ha desarrollado una extraña relación entre ideas e intereses que forma parte de las narrativas alternativas que prometen una nueva utopía política. Extraña porque es contradictoria, confusa, o francamente falsa. Quizá se explica porque, como señala el subtítulo del libro de Murayama, vivimos en la época de la “pos verdad”, una era ideológica de plomo caracterizada por un lenguaje estruendoso y dramático que se basa frecuentemente en falsedades, no en hechos; en creencias, no en evidencias. Sus representaciones son protagonizadas por personajes surgidos dentro y fuera de los sistemas políticos nacionales. Los ejemplos sobran: Berlusconi en Italia, Trump en los EU, Bolsonaro en Brasil, Erdogan en Turquía, Maduro en Venezuela, Ortega en Nicaragua.
Es contradictoria cuando se comparan épocas, lenguajes, actores. En el caso mexicano, es un hecho que a finales de los ochenta surgió y se expandió rápidamente el reclamo democrático entre las fuerzas políticas nacionales de oposición al PRI. Ese reclamo se tradujo en la exigencia de contar con un sistema electoral confiable, autónomo, que garantizara que la voluntad de los ciudadanos y se expresara en representaciones fieles de sus intereses y expectativas a través de un sistema de partidos equilibrado, competitivo, vigilado. El resultado institucional mayor de ese reclamo se condensó en la creación del IFE, en 1991.
Hoy, casi tres décadas después, el reclamo es otro. Suena a ajuste de cuentas y proviene del oficialismo político, no de la oposición: basta, se dice, de simulaciones y farsas. La auténtica democracia, la popular, la del pueblo, no necesita representantes. Se necesita que los dirija uno que se autoproclama como uno más de ellos mismos (“Yo soy uno de Ustedes”).
La propia historia del IFE es una historia de reformas sobre las funciones, facultades y alcances de ese organismo para garantizar elecciones confiables y transparentes, con reglas claras y actores reconocidos. La metáfora del IFE como árbitro del juego de la competencia política fue inventada (o sugerida) por José Woldenberg. La dinámica de los acontecimientos políticos y la experiencia de los procesos electorales federales y locales permitieron diseñar e instrumentar cinco reformas al IFE entre 1993 y 2014, que lo convirtieron en el actual INE. A pesar de ser un organismo crecientemente sobrecargado de funciones y actividades, el Instituto se ha consolidado como la pieza clave de la democracia mexicana en virtud de que esa sobrecarga ha estado ligada estrechamente a su autonomía como un órgano del Estado mexicano.
Hoy se habla de una nueva reforma que disminuya el costo, las funciones y alcances del Instituto. Sería la décima en la historia electoral del país, y la sexta después de la creación del IFE, por lo que no se trataría de nada inusual en la trayectoria del Instituto. Pero los recortes presupuestales de 2019 y 2020 muestran la ruta de la reforma que se imagina desde el oficialismo. Por lo que se ve, es una reforma regresiva, hecha en nombre de la austeridad, sin consideraciones mayores sobre los efectos perversos o no previstos que esa ruta tendrá en la calidad, confiabilidad y consistencia de los procesos electorales futuros (2021, 2024). La lógica de esa reforma tiene un color metálico y un sabor a óxido: la sustitución de un árbitro por otro. Del INE a la Presidencia de la República. Como en los viejos tiempos.
Los libros que nos ofrecen Woldenberg (En defensa de la democracia) y Murayama (La democracia a prueba) son pertinentes para explorar a profundidad las inconsistencias del diagnóstico en que se basa la nueva narrativa oficialista sobre la democracia popular. Son dos textos que penetran en el núcleo duro de la democracia como institución, construcción política y acción colectiva organizada. Pero lo hacen desde dos posiciones diferentes. Una es la del analista político, interesado antes y después de ser el primer presidente del IFE (1996-2003), en los temas de la democracia y el cambio político en México. Otra es la del consejero electoral en funciones del INE, interesado en mostrar la evidencia empírica, estadística, documental y testimonial, de que el proceso electoral del 2018 fue ejemplar, incluso paradigmático, de reglas electorales que aseguran la voluntad de la mayoría y los derechos de las minorías en la configuración de los equilibrios políticos que caracterizan cualquier democracia de la que se pueda hablar.
Woldenberg subraya en su nuevo libro una de las tesis centrales de la democracia mexicana. Sí hay un autor, intelectual, académico y ex funcionario electoral que ha mostrado evidencias, argumentos y razones de que la transición política mexicana fue exitosa, es él. Pero también ha señalado que la democracia es un régimen político frágil, siempre sujeto a contingencias y fuerzas políticas, sociales y económicas que amenazan sistemáticamente su propia existencia como régimen institucional. Por muchos autores y experiencias sabemos que la democracia crea a sus propios enemigos, y la historia de los populismos democráticos que se transforman en autocracias es abundante. La bibliografía clásica sobre las transiciones de los autoritarismos a las democracias coexiste con los estudios recientes sobre las transiciones desde las democracias a las no democracias (autoritarismos, totalitarismos, autocracias).
Esta es quizá la preocupación política e intelectual central que articula los textos reunidos en el libro En defensa de la democracia. A través de diez ensayos y tres reseñas publicados en distintos medios, Woldenberg propone diversos argumentos y razones para defender la joven (“germinal”” le suele llamar) democracia mexicana. Son textos escritos entre 2014 y 2019 que tienen como hilo conductor la preocupación por apreciar en su justa dimensión los logros políticos y sociales que representa el hecho de que en México hayamos sorteado con éxito la transición de un régimen autoritario (o semiautoritario, o semidemocrático) a uno democrático, en relativamente poco tiempo (1994-2000).
Pero la defensa de la democracia que hace el autor no parte de su divinización como fórmula mágica de resolución de todos los problemas del presente mexicano. Una y otra vez señala que la democracia tiene sus límites, uno de los cuales (quizá el más poderoso y desafiante para el fortalecimiento de un orden democrático) es el contexto social y económico en el cual la democracia mexicana se ha edificado a los largo de los últimos veinte años. Son los factores que Woldenberg identifica como los “nutrientes del malestar” democrático. La desigualdad crónica, la pobreza brutal (53.3 millones de mexicanos habitan ese territorio), la legendaria debilidad del Estado de Derecho, la inseguridad y la violencia, forman parte del estado de ánimo que impera entre no pocos sectores que miran a la democracia como un fenómeno difuso, exótico, incluso prescindible para resolver esos problemas (“Hacia 2018: malestar, fragmentación, incertidumbre”).
Murayama, por su parte, presenta una obra minuciosa, detallada, sobre las elecciones federales del 2018. A través de 12 capítulos, más una Introducción y un Epílogo, Murayama describe puntualmente las distintas dimensiones de un proceso de extraordinaria complejidad. Organización de la elección, padrón electoral, PREP, voto de los mexicanos en el exterior, candidatos de partidos y candidaturas independientes, debates presidenciales, financiamiento de las campañas, los OPLE (Organismos Públicos Electorales Locales), los litigios electorales. El capitulado es la expresión de la abultada agenda de asuntos que debió cubrir el INE a lo largo de casi un año.
El punto de partida del libro es el punto de llegada del proceso. A la luz de los resultados electorales, “las elecciones del 2018 habían cumplido con su cometido más importante: permitir la renovación pacífica del poder político” (p.16). El desafío organizacional, político y técnico del “mayor ejercicio democrático de la historia nacional” (como lo califica Murayama) fue exitosamente resuelto, a pesar de los malos augurios que algunos anticipaban antes y durante el proceso electoral que comenzó en octubre de 2017, o del complejísimo contexto social y económico del país, caracterizado por la inseguridad pública, la violencia, el estancamiento económico, los escándalos de corrupción.
El juicio de “mayor ejercicio democrático” que hace el autor lo respaldan los datos. 156 mil casillas instaladas para elegir Presidente de la República, 500 diputados federales y 128 Senadores, 8 gobernadores y renovación de 27 congresos locales, además de decenas de ayuntamientos y regidores en las entidades federativas. Participaron el 64% de los electores de la lista nominal (56 millones de ciudadanos). Las impugnaciones al proceso fueron mínimas, y los resultados permitieron efectivamente renovar pacíficamente el poder político en México.
¿Cuál fue la clave para enfrentar el proceso? Las capacidades institucionales del sistema electoral que hemos construido, afirma Murayama. Un sistema que permite reconocer a ganadores y perdedores en un esquema de equilibrios políticos de la representación de la voluntad general. Ello explica que, a pesar de la abrumadora e histórica votación que llevó a AMLO a la Presidencia (casi 30 millones de votos), esa votación no correspondió a la votación recibida por la coalición que lo apoyó, que recibió 5.5 millones de votos menos que su candidato. Lo mismo ocurrió con los candidatos perdedores: recibieron más votos que sus respectivas coaliciones. Eso se interpreta como expresión de la diversidad fáctica de la ciudadanía que contrasta con la imaginaria homogeneidad de un pueblo.
El libro de Murayama abunda en datos, tablas, estadísticas, áridas pero indispensables para comprender cómo se articulan los procesos electorales con las representaciones políticas en el México contemporáneo. La geografía electoral (cap.III) es una de las dimensiones que muestran el complicado comportamiento que explica porqué, por ejemplo, en Jalisco ganó una fuerza política distinta al morenismo, o que en los 27 congresos locales el propio morenismo haya alcanzado votaciones importantes sin que alcanzara el triunfo en los ejecutivos estatales. Los efectos de la reforma federal del 2014 alcanzaron la profunda recomposición de los Organismos Públicos Locales Electorales, y esa recomposición funcionó bien en las escalas estatales.
Woldenberg y Murayama representan voces incómodas no solo para el nuevo oficialismo sino para todos aquellos que insisten en que la democracia representativa, basada en elecciones en la cual participan y deciden los ciudadanos son una mera ilusión o una ficción (neo) liberal. Hoy estamos en una coyuntura que indica el procesamiento de una nueva reforma electoral que, en nombre de la austeridad y de la democracia popular, amenaza con debilitar las bases mismas de la democracia mexicana, a partir del debilitamiento del barroco sistema electoral que hemos construido a lo largo de casi tres décadas. El recorte presupuestal de más de mil millones al INE para el próximo año (2020), la consulta de revocación de mandato, la práctica de consultas populares “relajadas” como las califica piadosamente Murayama en su Epílogo, forman parte de las señales que anticipan tiempos difíciles para la democracia mexicana.
Por ello justamente es importante leer los libros de que hoy comentamos. Se trata de ejercicios intelectuales, reflexivos, que se acompañan de evidencias empíricas, datos que permitan entender con claridad la peculiar complejidad de los logros, déficits, amenazas y problemas de la democracia mexicana. Woldenberg y Murayama subrayan una y otra vez las virtudes de nuestro cambio político, centradas en el reconocimiento de la pluralidad y diversidad como rasgos sustantivos y permanentes de la sociedad mexicana, como la causalidad profunda de la existencia de un sistema electoral que garantice la adecuada representación política de los intereses, reclamos, ideas y propuestas de una ciudadanía compleja. Son voces incómodas para los promotores de la idea peligrosa que señalaba el principio de estas notas. Por ello, sus preocupaciones políticas e intelectuales se ajustan a lo que Italo Calvino señalaba en La jornada de un escrutador: “En política como en todas las cosas de la vida, y para quien no sea un necio, sólo cuentan dos principios: no hacerse demasiadas ilusiones y no dejar de creer que cualquier cosa que hagas puede servir” (La jornada de un escrutador, Siruela, Madrid, 1999, p.16).

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