Tuesday, March 05, 2024

Música de cañerías

Política electoral: música de cañerías Adrián Acosta Silva El proceso electoral mexicano está en plena ebullición. Luego de las precampañas y la selección de candidaturas de las principales agrupaciones políticas, se avecina el turbulento tiempo de las campañas electorales para la renovación de la presidencia, varias gubernaturas, y miles de puestos de representación en el congreso federal, en congresos estatales y ayuntamientos municipales, sin olvidar que detrás de cada puesto político en competencia están también en juego miles de puestos burocráticos que se distribuirán en las distintas oficinas gubernamentales. Las disputas internas, los métodos y rituales de selección de candidatas y candidatos, las reuniones a puertas abiertas y cerradas, los sonoros llamados patrióticos -de la patria grande a las patrias chicas-, los gestos de ocasión, el performance de la toma de protesta de cada candidata o candidato, las giras nacionales o internacionales con las fotos de rigor, inundan redes sociales y portadas de medios de comunicación, alimentan los rumores periodísticos, son el festín de opinadores y analistas políticos profesionales o amateurs. En el espectáculo contrastan las imágenes de conflicto, ambigüedad y disciplina de las partes interesadas. También las de los indiferentes, aquellos que contemplan de lejos y al fondo, entre bostezos y aburrimientos, los movimientos de los actores de la temporada electoral. Las maquinarias partidistas funcionan con el potente combustible de las razones, las pasiones y los intereses involucrados en el proceso. En el contexto, las costuras institucionales del INE crujen para mantener los mínimos legales de reglas y procedimientos, mientras que desde palacio nacional se envían los inefables mensajes mañaneros que atizan la polarización entre “ellos” y “nosotros”, donde el presidente vuelve a la carga todos los días contra jueces y magistrados, contra medios de comunicación, intelectuales y académicos, exhibiendo un amasijo político de rencores y desconfianzas largamente acumuladas que surgen de la inocultable sangre autocrática que recorre las venas presidenciales y del oficialismo político. En el escenario principal transcurre el desfile de imposturas, la multiplicación de frivolidades, el uso de las máscaras de ocasión, las retóricas desbordadas, los sketch voluntarios e involuntarios, los trucos de los viejos y nuevos magos de la política mexicana. Todo configura la moralidad elástica del oportunismo, cultivada pacientemente desde los años de la transición. Tránsfugas, tahúres, saltimbanquis y zombis políticos jóvenes y viejos reaparecen en escena, buscando reflectores, posiciones y puestos en la representación política. Las candidaturas son las recompensas del juego de la temporada, y ni la ética ni la estética pesan mucho en las estrategias para alcanzar premios mayores, de consolación o reintegros, aunque las pérdidas también cuentan. Botargas, muñecos, jingles partidistas, proliferación de encuestas, guerras de bots, marcan los mapas políticos de los territorios reales y virtuales de las contiendas. No obstante, destacan entre el temporal las señales que desde diciembre de 2018 se emiten desde las oficinas presidenciales, que no solo han degradado de manera acelerada el lenguaje del espacio público y la política nacional, sino también erosionado de manera severa las condiciones de equidad electoral que se habían construido lentamente desde la creación del IFE y luego del INE. El presidente y su partido han construido una plataforma de legitimidad que se basa en la descalificación sistemática de sus oposiciones y críticos. La palabra presidencial y los recursos gubernamentales se han utilizado como instrumentos políticos para polarizar las contiendas electorales y desafiar las restricciones legales-constitucionales que delimitan su poder. El más reciente episodio de esa actitud de provocación y desafío presidencial no tiene desperdicio: “Mi autoridad política y moral está por encima de la ley”, afirmó hace unos días cuando le cuestionaron sobre el hecho público de haber exhibido el teléfono privado de una periodista del New York Times que publicó un reportaje sobre las posibles conexiones de dinero ilegal, producto del narcotráfico, a sus campañas electorales. En ese ambiente envenenado, la ingenuidad política, la honestidad intelectual y las convicciones éticas de algunos participantes políticos también aparecen en escena, pero son irremediablemente opacadas por el ruido y la furia de las disputas internas de los partidos, gobernadas por el cálculo, el oportunismo y el pragmatismo. La obra que se despliega ante nosotros ya la hemos visto en 2018 y 2021, pero eso no le quita el encanto, o el morbo. Desde hace tiempo, la vida política mexicana está hecha por un repertorio de actores que desempeñan papeles lamentables, acompañados con música de cañerías que incluye los lúgubres sonidos de la criminalidad que ha penetrado a los partidos y a los políticos en diversas poblaciones y territorios del país. Las tonalidades de esa música sorprenderían, quizá, al mismísimo Bukowski. Las redes políticas están en movimiento, activadas en automático al calor del proceso electoral. Sus formas varían, permanecen o se adaptan de acuerdo con los usos y costumbres político-partidistas. La gestión política mezcla las viejas aguas del corporativismo mexicano con las prácticas clientelares y patrimonialistas que están en la base profunda del autoritarismo posrevolucionario mexicano, donde la figura del líder/caudillo/dirigente se coloca en el centro de la gestión, como símbolo político de la cohesión, la coerción y la unidad de partidos, pandillas, mafias, grupúsculos o movimientos. También incluye la sacralización del célebre principio del liberalismo político de un hombre-un-voto que está en la base del pluralismo democrático. Existen desde luego los híbridos de ocasión, que mezclan individualismo y colectivismo, corporativismo y liberalismo, como formas de gestión de las expectativas y los intereses de ciudadanos y grupos. Pero lo que destaca en el paisaje es el pragmatismo salvaje que ejercen las dirigencias partidistas en la administración de sus organizaciones. Los dirigentes son una mezcla extraña de gerentes y burócratas al servicio de liderazgos permanentes o de ocasión. Sin pudor y sin piedad exhiben los arreglos, la sumisión, el cálculo racional y las ocurrencias del momento. Parafraseando a Keynes, son la encarnación de los “espíritus racionales” de la política mezclados con los “espíritus animales” de las circunstancias. En el paisajismo mexicano, la conjunción de esas prácticas y espíritus configuran el rostro cotidiano del perfil de la desestructuración de un régimen político en el que las líneas de contraste entre el gobierno y sus oposiciones son cada vez más difusas y contradictorias. Las diferencias entre el morenismo, el frente opositor (PAN/PRI/PRD), y el solitario partido MC, se diluyen en el río revuelto de los acontecimientos cotidianos. Mientras eso sucede, quizá lo mejor opción, para algunos, sea ver desde lejos las múltiples representaciones del espectáculo de los próximos meses, que se decide a nivel nacional (vale decir, en la CDMX), pero que se escenifica en las escalas estatales y municipales. En tiempos en que los llamados a la participación activa, comprometida y militante se vuelven imperativos categóricos para favorecer una u otra causa, el “preferiría no hacerlo” de Bartleby, el célebre personaje de la novela de Melville, es una opción para algunos, aunque para otros la indiferencia sea motivo de un odio gramsciano. Es sentarse en un banco de arena a observar con calma el flujo del río de los acontecimientos, como aconseja con sabiduría una vieja canción de blues de Bob Dylan (Watching the River Flow), mientras los actores de la furia partidista de la temporada electoral hacen lo que hacen.

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