Wednesday, November 25, 2009

El suicidio

Estación de paso
El suicidio
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 26 de noviembre de 2009.
El suicidio es, siempre, un acontecimiento perturbador. Las emociones que emergen frente al acto, las reacciones frente a la muerte auto-infligida, los sentimientos encontrados de dolor, de lamento o de indiferencia, revelan de alguna forma los perfiles de una comunidad o de una sociedad en torno al significado, los motivos, las razones que llevan a alguien a quitarse la vida. Buena parte de nuestros prejuicios, fobias y creencias son removidos cuando observamos que alguien decide terminar con su existencia, revelándose de pronto el hecho de que la muerte de un individuo es algo más que una muerte solitaria y aislada de su contexto social, simbólico y cultural. El suicido del exrector Briseño, ocurrido hace exactamente una semana, coloca nuevamente un tema incómodo para una comunidad que contempla de maneras muy distintas la tragedia en que culmina, en parte, una accidentada historia personal, política e institucional.
El fenómeno del suicidio es parte de las preocupaciones sociológicas, antropológicas y psicológicas clásicas. Emile Durkheim por ejemplo, escribió una de sus obras fundamentales alrededor de este tema con un título del mismo nombre publicado originalmente en París en el año de 1897. Ahí, el sociólogo francés examina el fenómeno del suicido en las sociedades modernas, el cual define como “todo caso de muerte que resulte, directa o indirectamente, de un acto…realizado por la víctima misma, sabiendo ella que debía producir este resultado” (El suicido, UNAM, México, 1983, p.60). Pero el propio Durkheim se encarga de distinguir desde el principio las dos dimensiones desde los cuales se analiza (y se juzga) frecuentemente el fenómeno suicida. Una, muy común, es que el acto del suicidio sólo compete a la esfera del individuo, como un acción solitaria derivada de sus impulsos emocionales, y que sólo se explica a través de la determinación de las causas psicológicas, subjetivas, que llevan al individuo a cometer su propia muerte. Esta postura asume que hay una conducta enfermiza o patológica asociada a la decisión del individuo de su propio aniquilamiento. La otra perspectiva, menos reconocida, es la dimensión social del suicidio, donde el fenómeno es producto del debilitamiento del sentido mismo de la existencia personal en la vida social, de la relación del individuo con las instituciones, las normas y los valores que le rodean y a las cuales ha tratado de adaptarse toda su vida. Para Durkheim, como se sabe, las causas del suicidio no deben encontrase en el individuo, sino en la sociedad.
El fallecimiento del exrector, por su modo y contexto, nos muestra nuevamente el poder explicativo de las palabras de Durkheim. Más allá del sentido del fracaso, de la desesperación o de la frustración que pueden intervenir para explicar el acontecimiento, se encuentra también el papel que ha jugado la comunidad universitaria en la decisión de autoinmolación de uno de sus miembros. Las palabras inmediatas de algunos funcionarios y académicos, de políticos y ciudadanos, muestran que las reacciones sociales frente al hecho en Guadalajara son parecidas a las que Durkheim registraba hace más de un siglo en París: la culpa es del individuo, no de las comunidades o de sus instituciones. Mientras que algunos señalan la debilidad emocional del suicida como la causa, otros atribuyen a su acto una extraña carga martirológica, mientras que algunos más, desde la indiferencia o el cinismo, lo muestran como el resultado, lamentable, de un comportamiento, digamos, inadecuado.
Ello no obstante, quizá sea necesario acotar una obviedad: que el hecho es producto de una dinámica de conflictividad política que llevó a un esquema de ganadores/perdedores en el cual uno de sus miembros destacados, terminó asumiendo los costos de las pérdidas internalizando los problemas políticos como problemas personales. En el baile de máscaras que suele ser la política universitaria, nadie sabe bien cómo entiende cada uno su papel en la fiesta, que luego puede terminar en tragedia, como es el caso. Ese proceso de “personalización radical” de la vida política –como lo ha recordado Cristina Palomar en estos días- , conforma quizá el fondo explicativo de un drama que afecta en primerísimo lugar a una familia, pero que también tiene efectos en la configuración de las creencias, las emociones y los sentimientos que habitan la cultura política de los universitarios. De un lado, las explicaciones instantáneas, las condenas morales, las descalificaciones al vapor, dominan el ánimo de los juzgadores de acto; del otro lado, el silencio, el estupor, o la franca indiferencia de muchos rodean la violencia del acontecimiento. Lo que está abajo y al fondo es, tal vez, un proceso de socialización de la política que culmina de manera dramática, y en el que no está claro quiénes son los ganadores y quiénes los perdedores.

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