Wednesday, August 31, 2011

Palos de ciego, cosas sin nombre

Estación de paso
Palos de ciego, cosas sin nombre
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 1 de septiembre de 2011.

Los trágicos acontecimientos del jueves pasado en Monterrey colocaron en una nueva perspectiva el problema de la delincuencia, la impunidad y el narcotráfico en México. Más allá del hecho puntual –a saber, el incendio como acto de venganza que una pandilla de extorsionadores hicieron a los dueños del Casino Royale por negarse a pagar las cuotas exigidas-, lo que representa es la confirmación de la ausencia de límites de la violencia de los grupos organizados, pero también la incapacidad gubernamental y social para disuadir la acción de los criminales. Aunque el vocablo “narco-terrorismo” apareció pronto como la explicación instantánea de lo ocurrido en la capital neoleonesa, hay muchos factores que llevan a tomarse con reservas el calificativo para denominar la acción incendiaria de la semana pasada.
En primer lugar, el terrorismo es una palabra que supone algo parecido a un proyecto, una ideología y una organización con fines e intereses más o menos claros. Estoy hablando aquí de la noción más clásica del terrorismo, la que surgió con la Revolución Francesa y con algunas vertientes del anarquismo, y que reapareció con fuerza en la segunda mitad del siglo XX, entre las guerras autonómicas del país vasco encabezadas por ETA, en España, o postmarxistas, como el caso de Sendero Luminoso, en Perú. Sin embargo, la acción de los grupos dedicados al narcotráfico, a la extorsión y al sicariato en México es otra cosa. Sus objetivos no son el poder político, ni hay una ideología que imprima cierta coherencia a sus acciones, ni un discurso que proporcione sentido organizativo a sus intereses. Lo que tenemos es más bien una cantidad difusa de tribus y grupúsculos que actúan más como gavilleros y talamontes que como organizaciones que intenten sistemáticamente debilitar el poder del Estado y atemorizar a cualquier precio a los ciudadanos. Los propios métodos de actuación son brutalmente elementales, producto más de la ocurrencia que del cálculo. Incendiar con gasolina un establecimiento, tras llenar algunos bidones con combustible comprado a unas cuadras del lugar, y luego dirigirse en un convoy para llevar a cabo su venganza, es un acto de ingenuidad y sencillez impropia de un grupo al que rápidamente y sin pensarlo mucho se le ha denominado “terrorista”.
Tal vez lo que tenemos frente a nuestros ojos es, insisto, otra cosa. Sí lo que no tiene nombre no existe , lo que observamos a través del fuego y el humo del norte es un fenómeno que hay que caracterizar de mejor manera para poder actuar eficazmente contra él. Quizá uno de los grandes fallos o debilidades de la estrategia calderonista contra el narco es que se argumentó desde el principio como una solución espectacular a un problema impreciso y vago, cuya complejidad y dimensiones parecen acrecentarse con cada nueva acción de los criminales. En esas circunstancias, la acción del gobierno parece convertirse cada vez más en parte del problema, y no en parte de la solución.
Por otro lado, cuando un conjunto de individuos actúan de manera irregular, inconsistente e impredecible, les favorece un clima de impunidad formado largamente a la sombra de las instituciones públicas y privadas. En esas circunstancias, se ha configurado un estado fáctico de excepción decretado no por el poder público (el Estado), sino por las bandas delincuenciales lideradas por sicarios, asesinos y matones, cuya inteligencia y capacidades parecen estar sobre-dimensionadas por el gobierno y por los medios. Frente a la multiplicación de las víctimas inocentes, la suma de todos los miedos está asociada a la lenta multiplicación de todas nuestras incapacidades. El debate se ha convertido en un torneo de discursos normativos y bienintencionados –salpicados de enormes dosis de cursilería e ingenuidad-, frente a otro conjunto de discursos (y prácticas) asociados a la instrumentación de acciones duras y abiertas contra los narcos, dando palos de ciego por todos lados, a pesar de los daños colaterales infligidos a víctimas inocentes. En otras palabras, el ocaso del sexenio calderonista está marcado por el empecinamiento presidencial en la implantación de una solución frente a un problema que, en realidad, son muchos, y la multiplicación de las voces que llaman hacia un alto al fuego sin un proyecto de solución factible a la vista. Peor, imposible.



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