Thursday, September 29, 2011

La realidad y sus intérpretes

Estación de paso La realidad y sus intérpretes Adrián Acosta Silva “Señales de humo”, Radio U. de G., 29 de septiembre de 2011. La vida pública mexicana está habitada en proporciones imprecisas por las interpretaciones que sobre distintos temas realizan sus ciudadanos, sus políticos, sus funcionarios o, con mayor fuerza y visibilidad cotidiana, por los medios de comunicación. En los últimos años, sin embargo, un nuevo conjunto de expresiones con nombre y apellido habitan eso que suele denominarse como “esfera pública”. Esos rostros, nombres y voces forman un pequeño ejército de columnistas, opinadores más o menos profesionales, analistas, comentaristas de distinto calibre académico, experiencia o raiting en los medios. El fenómeno quizá tenga que ver con aquello de que toda nueva religión requiere de sus intérpretes, y la post-transición mexicana ya se convirtió en algo parecido a una nueva religión local, con todo y sus seguidores y oficiantes de ocasión. Baste rastrear lo que ha ocurrido en Jalisco en los últimos 15 o 20 años para darse cuenta como la cantidad y diversidad de medios escritos, electrónicos, virtuales, radiofónicos, se ha multiplicado, y con ellos la cantidad de personas que analizan, comentan, opinan, o chismean sobre lo que ocurre en la ciudad, el estado, el país o en el mundo. No importa demasiado la consistencia de sus dichos, ni la veracidad de sus fuentes de información, ni la solidez de sus argumentos para opinar sobre tal o cual tema. Lo que interesa señalar aquí es el hecho: hoy tenemos más opinadores, columnistas, editorialistas y rumorólogos que en los años dorados del régimen priista. Ello no obstante, no es claro (quizá no debería de serlo, por lo demás), si esta “nueva opinión pública” (de alguna forma hay que llamar a la cosa), ha ayudado a comprender mejor nuestros problemas, a mejorar la calidad del debate público, o simplemente a organizar mejor que antes la crítica hacia las cosas que no hace bien el gobierno, los partidos, o los poderes fácticos. Una parte de esta ola expansiva de medios y comentaristas tiene que ver con la función de los intelectuales en la vida pública. Como ha sucedido en todo el país, una franja significativa de los nuevos intérpretes proviene de los cubículos universitarios públicos y privados. Se trata de profesores o investigadores que habitan el mundo académico local, y que de pronto se convirtieron por azar, por convicción o por oportunismo -o por una mezcla de todo ello- en opinadores de todo asunto de interés público, es decir, del interés de los medios. Economistas, comunicólogos, sociólogos, politólogos, historiadores, filósofos, escritores profesionales y amateurs, se volcaron sobre los espacios que diarios y revistas, canales de televisión y de radio, la internet y los cafés virtuales, pusieron a disposición de los interesados para comentar, bajo el cielo protector de sus títulos y grados, o de sus libros y reconocimientos académicos, sobre casi cualquier cosa que salte a la gran arena de los medios. El resultado ha sido extraño pero claro: los académicos e intelectuales ya forman parte de un mercado de observadores privados sobre la cosa pública, en el que el ruido, la retórica y la incontinencia verbal habitan una parte importante de sus espectáculos habituales. Pero como todo sistema de mercado, hay algunas plumas y voces que rápidamente se han colocado en la cúspide del circuito mediático. Son los que concentran la atención de medios y políticos, empresarios y funcionarios. Son los “líderes de opinión”, los editorialistas del círculo rojo gubernamental, los invitados frecuentes a espacios de “debate y crítica constructiva”, y que por supuesto gozan de canonjías y salarios que no son comunes entre la opinocracia. Pero la inmensa mayoría de los comentaristas locales son más bien una franja grisácea de voces y rostros que alimentan el interés de empresas e instituciones para “ganarse un espacio” en la esfera pública, que muestran una proclividad a ganar fama y prestigio colocando frases apantalladoras, ocurrencias al por mayor, lisonjas o descalificaciones al poder legítimo o a los poderes fácticos, denuncias mal o bien informadas sobre los más diversos asuntos. Y aquí, en este mundillo de expresiones, encontramos de todo: los tira-netas, los farsantes, los inocuos, los oficialistas, los pontificadores, los panfletarios, los activistas, los ingenuos, los desencantados. Hay también, por supuesto, un puñado de escribientes y locutores serios, que realizan su trabajo con solidez y coherencia, que ejercen el oficio crítico, que intentan ir más allá del lugar común, que construyen diatribas inteligentes, sarcasmos, ironías, escepticismos, sobre muchos de los hechos y temas que pueblan cotidianamente la vida pública en este Valle de Atemajac y sus alrededores. Sin embargo, el ruido de fondo que domina el ambiente público suele ser confuso y a veces ensordecedor. Provoca la sensación de que todo es incomprensible, meros asuntos para iniciados. Da la impresión de que las buenas opiniones y comentarios se pierden en la espesura del griterío, en callejones mal iluminados de paredes largas, sin puertas ni ventanas. De cuando en cuando, algunas de esas voces suenan como llamadas nocturnas, que disipan o incrementan nuestras ansiedades e incertidumbres, justo como cantaba Joe Cocker en Night Calls, con la cadencia de una voz sabiamente curtida entre los tragos y el humo, acompañada por la guitarra discreta y eficaz de Mike Campbell. Bien visto, los nuevos intérpretes de estos años malhumorados y viles podrían tener como música de fondo el blues de las llamadas nocturnas que ejecuta con maestría el nacido entre las viejas fábricas de acero de Sheffield.

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