Wednesday, May 23, 2012

"Un tren a la utopía"


Estación de paso
“Un tren a la utopía”
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 24 de mayo de 2012.

Así se titulaba un breve relato del escritor Rafael Pérez Gay, publicado hacia finales de los largos y convulsivos años ochenta del siglo pasado. Escrito entre las cenizas del desencanto y la crisis económica, ese relato nos mostró a muchos no sólo el talento de un escritor afilado e irónico, sino nos recordó como la vida cotidiana, incluyendo la política, también está impregnada en ocasiones de fantasías y deseos que tienen que ver con el viejo hábito de la utopía, ese esfuerzo por encontrar algún sentido de escape a la asfixiante sensación del presente continuo que suele gobernar la vida de las personas y de las sociedades.
Hoy que experimentamos los vaivenes de las campañas electorales, vuelven a renacer los reflejos utópicos y distópicos (es decir, anti-utópicos), en que los humores públicos suelen tener comportamientos contradictorios, y cuyas expresiones van desde el activismo más furioso hasta la apatía más fúnebre. Entre estos extremos, una variedad de comportamientos sociales se extiende por todo el paisaje público, y esa variedad habla bien de la pluralidad y diversidad que caracterizan a la sociedad mexicana del siglo XXI. A estas alturas, ni el pensamiento único, ni el fin de la historia o de las ideologías, han logrado disipar la diversidad irreductible de las sociedades contemporáneas, por más que publicistas profesionales o de ocasión insistan en la existencia de proyectos únicos de continuidad, de diferencia o de cambio en las arenas político-electorales.
Estos son tiempos en que los activistas más rabiosos despotrican contra aquellos que no se mueven ni se entusiasman con sus denuncias y arengas. Y estos, a su vez, no comprenden muy bien que urgencias y ansiedades dominan el ánimo de los activistas. Por supuesto, entre estos conglomerados existe una variedad de ciudadanos que cubren todos los matices de la participación y la no participación política o social, desde aquellos cuyo interés en las cuestiones políticas es poco o nulo, hasta aquellos que están al tanto de los últimos chismes del espectáculo político. Economistas, sociólogos y politólogos de muy diversas escuelas (desde Albert Hirschmann hasta Jon Elster) han analizado esta diversidad y comportamientos con teorías interesantes.
Una dimensión importante de esas formas altamente institucionalizadas de acción colectiva que son los procesos electorales contemporáneos, es el papel que juegan las motivaciones, las ideas y las expectativas en el ordenamiento de las preferencias y percepciones de los ciudadanos respecto del pasado, el presente y el futuro. En realidad, nadie sabe muy bien qué es lo que piensan y creen los ciudadanos respecto de un montón de cosas, entre ellos, de la relación entre los candidatos, los partidos y sus programas y propuestas. Sin embargo, es razonable suponer que existen patrones de comportamiento cívico que corresponden a cierta afinidad electiva con imágenes, programas o carismas de los candidatos y partidos en competencia.
Entre estos patrones es posible advertir algunos mecanismos que parecen explicar las decisiones de los ciudadanos. El rechazo o las fobias hacia ciertos personajes y partidos, o la idea de que es bueno que haya alternancia y cambio en el oficialismo político, o de que hay proyectos y apuestas que corresponden más a los deseos y creencias de las personas, forman parte de los mecanismos en los que el cálculo racional, el hartazgo, o el viejo método del tanteo van dando forma a las decisiones inevitablemente individuales que tomarán los ciudadanos a la hora de votar. Por supuesto, a estas alturas, muchos indecisos quizá ya tomaron la decisión de no votar, o de elegir alguna de las propuestas, o de plano mandar al diablo a los partidos y a los candidatos. Otros más ya han tomado esta decisión desde antes, con argumentos más o menos elaborados.
Sin embargo, la idea de que es posible cambiar el actual estado de cosas, o de que es mejor continuar con el camino emprendido, forman parte del viejo hábito humano de crear o de creer en utopías. Las utopías políticas contemporáneas –vale decir, las que nacen desde la visión de Tomás Moro en su texto clásico, publicado en 1516- juegan ese papel de herramientas para la construcción de una sociedad que no está en otro tiempo sino en otro lugar, y que es una sociedad no perfecta sino realista, no imposible sino probable. Ese viejo hábito forma parte de las aguas profundas de la política, más allá de los partidos, de las campañas y de los jingles electorales, y explica la seducción que ejerce en distintos tiempos y lugares.
Quizá por ello, o contra ello, el viejo tren de la utopía vuelve a aparecer en el horizonte. Un tren empolvado, humeante, un tanto oxidado, pero fascinante para quienes quieren creer que la política es algo más que pura corrupción o cinismo, simulación, desencanto e hipocresía. En cualquier caso, ya sea para mirarlo o para subirse a él, más vale esperarlo sosteniendo a la mano una cerveza fría, indispensable para mirar con otros ojos y ánimo lo que pasa bajo el sol a plomo que aplasta por estos días el clima electoral.

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