Thursday, July 19, 2012

Sonidos de música impura



Estación de paso
Sonidos de música impura
Señales de humo, Radio U. de G., 19 de julio, 2012.
Adrián Acosta Silva
Ahora que muchos de los héroes sobrevivientes del rock comienzan a pasar la dilatada frontera de sus propios años setenta, quizá sea momento de recordar que todos ellos fueron jóvenes y que, mirados desde algún balcón de los años sesenta, representaban, hace medio siglo, la música del futuro. Hoy, por supuesto, los Rolling Stones, los Beatles, Pink Floyd, Bob Dylan, Deep Purple, The Who, Led Zepelin, Jethro Tull, The Doors o Jefferson Airplane, encarnan ya, con menor o mayor intensidad, la música del pasado, esos sonidos que habitaron la sensibilidad cultural de la segunda mitad del siglo XX, y que forman parte importante de cierta educación sentimental de algunos de nosotros.
Muchas aguas han corrido bajo los generosos puentes creados por estos músicos. Intérpretes de tiempos cambiantes y difíciles, irrumpieron en el clima cultural y político occidental con guitarras, bajos, teclados, baterías y trompetas que acompañaban letras desafiantes, ritmos nuevos, voces que representaban la insatisfacción de muchos jóvenes con el mundo que les tocó vivir. Con más intuición que conocimiento, el rock era para ellos una forma específica de rebeldía, la expresión de cierto malestar con la cultura (Freud dixit), que se organizaba en letras y ritmos de origen bastardo en torno a temas como la sexualidad, la crítica a la violencia y a la política, la defensa por las libertades culturales de las nuevas generaciones, la legitimidad de la estética juvenil, que incluía el disfrute del ocio, la expansión de las puertas de la percepción, la importancia de los paraísos artificiales. Freud, Huxley, Ezra Pound, Baudelaire, Dylan Thomas, Marcuse, Marx, Flaubert, Henry James, forman parte de los autores que una generación hizo suyos, y que sirvieron en muchos casos para producir un lenguaje público novedoso, creativo y desafiante. El otro gran afluente del rock provino de las formas populares de poesía originarios del delta del Mississipi, en el sur profundo norteamericano: el blues de Robert Johnson, de Muddy Waters, de Howlin´ Wolf, de Elmore James, de B.B. King, fue la música de la adolescencia de quienes luego estallarían como los grandes héroes del rock.
Pero aunque muchos de los rockeros eran jóvenes, no todos los jóvenes eran rockeros, una obviedad que se suele olvidar cuando se habla del rock como fenómeno sociocultural. Quienes lo disfrutaban, además, no eran todos los jóvenes, sino jóvenes de segmentos específicos: clase media urbana, hijos de obreros industriales, baby boomers nacidos hacia finales de la segunda guerra mundial. Se trataba de un movimiento nacido en los barrios industriales de Londres, de Manchester o de Liverpool, de los suburbios de Nueva York, San Francisco o Los Angeles, producto de la transición de la música rural a la música urbana que acompañó el cambio social de una época de crisis a una de prosperidad, de crecimiento económico, de democratización política y expansión educativa, que explican la incubación de un nuevo espíritu de época. Para decirlo en breve: en gran medida, las bases culturales que explican el florecimiento del rock son impensables sin hablar de las bases materiales que hicieron posible el surgimiento de nuevas sensibilidades.
Hoy, muchas de las frases que mostraron el carácter irreverente del rock se han vuelto lugares comunes. “Nunca confíes en los mayores de 25 años” se ha convertido justamente en lo contrario: “Nunca confíes en nadie menor a los 25”. La célebre “Amor y paz”, y su expresión con los dedos medio e índice, nacida entre los aromas del incienso y la mota del Flower Power en San Francisco, es usada hasta por los políticos más conservadores e ignorantes, como, por ejemplo, George W. Bush o nuestro inefable Vicente Fox. La parafernalia del rock, de la psicodelia a la protesta política, se ha convertido en material de uso común de la mercadotecnia, la publicidad y el consumismo en forma de refrescos, autos deportivos, ropa, calzado, perfumes, computadoras y teléfonos inteligentes. La metamorfosis del género bajo los códigos de hierro de la sociedad de consumo del capitalismo, no eliminó, sin embargo, el veneno bajo la piel rockera. Tom Waits, Nick Cave, John Meyers, The Strokes, Jack White, Amy Winehouse, Mark Lanegan, forman parte de los músicos que continúan produciendo el sonido y las letras eclécticas provenientes de las aguas profundas del rock.
Cantantes, compositores y músicos de varios géneros rockeros auguraban vida eterna al rock (“El rock nunca morirá”, sentenció con seguridad envidiable a finales de los setenta un entusiasmado Neil Young). Pero si vemos con cierto detenimiento los rostros y figuras de Dylan, de Eric Clapton, de Paul McCartney o de John Mayall tendremos por seguro que el rock no es la fórmula de la juventud eterna. Forever Young es un buen himno de la época, un culto a la juventud como un problema de actitud, más que como un problema cronológico, aunque, bien visto, el mito de la juventud eterna esté asociado más a la figura trágica de Drácula (condenado a vivir eternamente joven) que a la figura crápula de Keith Richards (víctima o sabio de todos los excesos imaginables). De cualquier modo, el legado del rock forma ya parte de los haberes de la cultura occidental, un legado que se diluye y confunde con la música contemporánea, una herencia bastarda, impura, capaz de producir una sonoridad que ha tenido efectos meta-generacionales díficiles de comparar.

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