Friday, October 25, 2013

El extraño regreso del Sr. Torquemada


Estación de paso
El extraño regreso del Sr. Torquemada
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 24 de octubre de 2013.
La historia de la sociedad del espectáculo es en buena medida la historia del desvanecimiento de las fronteras entre lo público y lo privado. Políticos, hombres de negocios, actrices y actores, deportistas y locutores, profesores e intelectuales, son los protagonistas visibles de ese cambio profundo en la valoración de lo que es de todos, lo que es de nadie, y lo que pertenece al ámbito de los individuos. Los medios, por supuesto, incluyendo los tradicionales y los nuevos, se han erigido en espacios de juicios sumarios y tribales sobre la vida y obra de los privados para valorar su desempeño público y viceversa. En otras ocasiones, son los propios individuos –que incluyen a cantantes o actrices de moda, boxeadores profesionales, funcionarios públicos, a los nuevos ricos- los que aspiran a hacer públicas sus preferencias, sus pertenencias y posesiones, su lugar en el mundo público, exhibiendo parte de sus vidas privadas al abierto escrutinio de otros, fotos y entrevistas incluidas. Baste observar lo que todos los días se publica en casi cualquier lado para mostrar ese cambio profundo del sistema de creencias que domina la sociedad del espectáculo.
Veamos el caso, por ejemplo, de un conocido futbolista tapatío, que juega en las Chivas del Guadalajara, llamado Marco Fabián. Desde hace tiempo, los medios y las “redes sociales” le siguen la pista, publicando fotos y comentarios sobre su vida privada. Desde cierta ambigüedad moral, se le recrimina que asista a los bares y a los antros para beber con sus amigos y novias, bajo el supuesto moral de que un deportista es un hombre público, que debe ser en todo momento y bajo cualquier circunstancia un ejemplo para sus seguidores (en espacial para los niños), y que representa la honestidad y superioridad moral de una institución, en este caso futbolística. En ese marco el futbolista profesional se confunde con el ciudadano que ejerce su derecho a divertirse; el hombre público, trabajador asalariado de una marca deportiva que vive de ese negocio, se funde con el individuo que sale a beber unos tragos con sus amigos luego de un partido.
Ese prejuicio moralista es la metástasis contemporánea de una obsesión medieval, que hoy se expresa en los medios en formas diversas de acoso y espionaje, prácticas que se extienden como la hiedra entre medios y redes sociales: “Marco Fabián fue visto en un bar luego del partido contra el América”, cabeceó una nota de la versión electrónica del suplemento “Cancha” del diario Mural, de Guadalajara(11/10/2013). En otros medios, “nacionales”, el tono acusatorio domina la nota: “no importa que pierdan partidos, ellos siguen la fiesta”. (http://www.eluniversal.com.mx/deportes/2013/pese-a-perder-el-clasico-en-chivas-no-para-la-fiesta-956544.html). Muchos diarios, comentaristas y ciudadanos achacan a este tipo de comportamientos “indebidos” de los profesionales el fracaso de un equipo, la derrota en un juego, la debacle de una historia gloriosa y sin fisuras, la explicación de todos los males que suceden a una actividad, cosas así.
Bien visto, el desliz moralista es muy claro: un futbolista profesional (o el funcionario público, o el actor del momento) no debe ni puede exhibir comportamientos “no profesionales”, lo que eso signifique. Es como decir que un político siempre debe actuar como un político, sea en el espacio público, privado o secreto; o que un profesor siempre hable en tono magisterial, o que una ama de casa sea la misma cuando va al cine o cuando busca trabajo, o que un directivo de cualquier empresa (incluyendo las deportivas), debe comportarse como hombre de negocios ya sea en la alcoba o en el restaurante. Es una forma estúpida no solo de valoración de lo público y lo privado, sino que tiende a fundir en una imagen unidimensional, francamente arcaica, la figura del hombre público con la del hombre privado. En ese trance, lo que queda a la vista es la fuerza de un viejo prejuicio moralistón y aburrido: los individuos deben comportarse íntegramente, con absoluta probidad y honestidad tanto en su vida pública como privada. Es la fantasía de que todos los individuos deben usar la misma máscara en toda ocasión.
Ese razonamiento invade el imaginario de algunas franjas y espacios de la sociedad del espectáculo. Pero se pierde de vista que la distinción entre lo público y lo privado es una invención civilizatoria. No es fácil definir con precisión los límites entre ambos mundos. Ni la ley, ni la ética, ni la moral ni las creencias son capaces de marcar con claridad hasta donde los comportamientos privados afectan los comportamientos públicos y viceversa. Hay, sí, códigos altamente formalizados que intentan regular ambas esferas, identificando los límites entre sus prácticas, tratando de distinguir las fronteras de los actos privados que tienen consecuencias públicas y al revés. Pero las abismales diferencias entre los individuos no pueden resolverse mediante exorcismos públicos de demonios privados, ni con la proliferación de los prejuicios privados que intentan convertirse en reglas públicas. El derecho a la privacidad (un derecho liberal clásico), la libertad de elegir que tienen los ciudadanos para que puedan hacer lo que se les antoje con sus vidas cuando ejercen ese derecho, representa el bien mayor del debate, y las consecuencias y efectos de esos comportamientos solo afectan esencialmente a los individuos, no a las instituciones o a los medios. Vivir de la exploración morbosa de las vidas personales de los hombres o mujeres es un acto inquisitorio propio de mentalidades conservadoras, puritanas, aquellas que representan muy bien los nuevos Torquemadas que hoy habitan la república de los medios, los palcos de los hombres de negocios y las redes sociales.

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