Monday, June 23, 2014

Memoria del alcohol


Estación de paso

Memoria del alcohol

Adrián Acosta Silva

Señales de humo, Radio U. de G., 19 de junio 2014.


Admito que el futuro es materia trascendente,
pero concédeme, Dios, la copa del presente

Lord Byron

La historia de las relaciones entre el alcohol, la soledad y la civilización es larga pero generalmente poco y mal conocida. Mucho de eso tiene que ver con los prejuicios públicos o privados hacia la bebida. La mala fama de los bebedores francos tiene mucho que ver con soponcios morales, intentos de exorcismos y demonizaciones de distinto color, calibre y origen. Condenas morales y prohibiciones legales forman parte de la historia negra del alcohol, que alcanza los tiempos que corren con esa verdadera cruzada sanitarista contra su consumo excesivo, que incluso lo han elevado a un problema de salud pública, una amenaza contra el orden y convivencia colectiva, una forma de disolución social, un instrumento de autodestrucción masiva, cosas por el estilo.

Acordemos sin embargo que la satanización del alcohol tiene mucho que ver con sus excesos, con la dipsomanía, los desfiguros y las vergüenzas públicas y privadas de su consumo. Muchas crónicas y leyendas urbanas circulan en torno a la sobredosis alcohólica. Sin embargo, la gente bebe, lo ha hecho en el pasado remoto y reciente, y lo seguirá haciendo en el futuro próximo o lejano. Y las razones no provienen de alguna suerte de maldición proteica o diabólica, a una propensión jusnaturalista hacia el alcohol, o a una conjura metafísica dirigida a la promoción de los paraísos artificiales entre hombres y mujeres de todas las condiciones y contextos sociales. Como lo han intuido o afirmado con las armas de la razón y de la persuasión muchos escritores, filósofos, políticos y pensadores de épocas distintas, el beber nace esencialmente de la soledad, del aburrimiento individual o colectivo con la vida misma. Como escribió con sabiduría y maldad Christopher Hitchens hace unos años, “el alcohol hace que los demás resulten mucho menos aburridos”.

Beber y vivir son experiencias mezcladas, fórmulas para el entendimiento y para lidiar con el tedio que acompaña de manera irremediable la vida de los individuos. Esa observación condujo al escritor británico Kingsley Amis a escribir varios textos y artículos sobre la bebida entre 1971 y 1984, que ahora han sido recogidos en Sobrebeber, un libro sobre el trago y sus musas, sobre el viejo arte de beber y sus funciones civilizatorias, editado muy recientemente por la editorial española Malpaso (Barcelona, 2014). El honorable caballero Amis se dedicó a explorar en la literatura, entre los taberneros ingleses, europeos y americanos, y, sobre todo, en la reflexión de sus propias experiencias como bebedor profesional, sobre las relaciones entre el alcohol y la civilización, entre la soledad, la desesperación y las ganas de tomarse unas cervezas o echarse unos buenos tragos. Es la imagen de un hombre sabio que, como dice Hitchens a la introducción de este libro, “supo utilizar la bebida en beneficio propio y también ajeno”.

A continuación, un extracto azaroso sobre el contenido del libro, que aseguro vale la pena leer.

Sobre la paz y la búsqueda de sentido:“No hay nada que calme tanto el espíritu como el ron y la religión verdadera” escribió con sabiduría alcohólica y literaria Lord Byron, un epígrafe al que el propio Amis agrega un consejo práctico, útil para todo bebedor que se respete a sí mismo y a sus amigos: “Ten siempre a la mando una buena provisión de cerveza y sidra, por no hablar de aguas aún más fuertes, para consolarte cuando todo el asunto te supere o agobie” (p.66).

Sobre la resaca. “La resaca es un camino privilegiado hacia la autoconciencia y la autorrealización”, afirma Amis (95). Y sospecha que La metamorfosis de Kafka, que empieza con el héroe despertando una mañana para descubrir que se ha convertido en una cucaracha de tamaño humano, es el mejor tratamiento literario que se ha referido a una cruda espantosa.

Hombre prudente y acucioso, distingue agudamente entre la resaca física y la resaca metafísica. La primera tiene que ver por supuesto con los estragos físicos del alcohol, y para ello aconseja 14 puntos básicos para enfrentarla, que van desde dormir mucho hasta el afeitarse y tomar café. Pero es la cruda metafísica la verdaderamente importante, la verdaderamente temible, según la describe el propio Amis. ¿Cómo definirla?. Aquí una definición canónica, cortesía del padre de Martin Amis: Es “esa mezcla inefable de depresión, tristeza…angustia, desprecio de uno mismo, sensación de fracaso y miedo al futuro” (p.100). Como buen escritor y bebedor que era, Amis propone algunas lecturas para que la resaca metafísica sea superada por sus portadores, esperando a concebir la posibilidad de que algún día “les vuelva la sonrisa a su rostro”. Unos poemas cortos, algunos pasajes de Solhjenitzin, algo de Chesterton, música de Tchaikovski, algo de jazz tipo Miles Davis, quizá ayuden a la pronta resignación y la autoestima de los crudos.

Sobre la variedad de los tragos. En el capítulo “El trago nuestro de cada día” Amis exhibe su erudición alcohólica. Aquí hace un recorrido por los distintos tipos de vinos tintos, blancos y rosados, los oportos, el coñac, el brandy, el whisky inglés, el escocés y el whiskey americano, pasando por la cerveza, la ginebra, el vodka, los licores básicos y secundarios, la absenta, el ajenjo y sus demonios. Y aquí dedica un par de páginas al tequila y al mezcal. Al primero lo trata con cierta deferencia, al señalar que, aunque extraña, es una bebida que “encaja a la perfección con el temperamento nacional”(p.143). “Me recuerda el humo de alguna madera exótica”, escribe Amis. Pero con el mezcal no tiene piedad: ”Creo que la bebida más repugnante que he probado en mi vida fue una cosa llamada mezcal”, escribe. Al probarlo, ”la cabeza se me llenó de un sabor a garaje o taller mecánico: caucho caliente y plástico, aceite requemado y un hedor a vapor de ácido clorhídrico procedente del coche en reparación” (190).

Sobrebeber es, más que un buen libro, una guía ilustrada para el bebedor, un mapa para ese ejercicio de soledades que suele ser la bebida. Un libro que nos recuerda, de manera afortunada, que el alcohol es un buen recurso para “los ratos desesperados…que podían borrarse con el coñac, el whisky o el tequila”, como escribió en algún lugar Sergio Pitol, cuando a un individuo se le revela la vacuidad del mundo en el interior de la sombría arquitectura de algún congal mexicano.

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