Tuesday, January 20, 2015

Absolutamente modernos



Estación de paso
Absolutamente modernos
Adrián Acosta Silva
(Publicado en Campus-Milenio, 15 de enero, 2015.)
La frase, como se sabe, es de Rimbaud: “Hay que mantener el paso ganado. Hay que ser absolutamente moderno”, escribió en una de las cartas a sus amigos hacia el último tercio del siglo XIX, justo cuando terminaba Una temporada en el infierno, en un contexto de desencanto y desesperación del poeta por su situación personal, pero también abrumado por el horizonte de posibilidades que se perfilaban en Europa y en el mundo occidental al aproximarse el fin del siglo. “Absolutamente moderno” significaba muchas cosas: el ejercicio abierto de la sexualidad, el reconocimiento de los avances científicos y los nuevos artefactos tecnológicos en la vida cotidiana, la aceptación del individualismo como seña de identidad, el dinero como fuente de prestigio y valor.
Las palabras de Rimbaud expresaban fielmente el espíritu de una época: la obsesión por la modernidad, entendida como la dimensión cultural del proceso más amplio de la modernización socioeconómica. De ahí su fuerza simbólica y, en un sentido más amplio, política: la modernización como fuente del cambio social, como solución de los males públicos y privados, como ejercicio de actualización y adaptación a los tiempos que corren. Eso explica que la modernización posea la potencia de una ilusión contemporánea, una idea que de cuando en cuando reaparece con fuerza en el discurso y en el imaginario de las élites dirigentes como si fuera la primera vez que se pronuncia. Desde el ascenso del capitalismo industrial y la revolución científico-tecnológica del siglo XIX, la experiencia de la modernidad suponía, como lo afirmaron Marx y Engels en el Manifiesto, “que todo lo sólido se desvanece en el aire”. Los antiguos valores y creencias, las prácticas y modos de organización de la vida social, el peso de las tradiciones ancladas al mundo rural, fueron sustituidas por el imperio del individualismo y la competencia por recursos, reconocimientos y prestigio, la aparición de sindicatos y partidos políticos, la estatificación social, formaron parte de los frutos de la primera etapa de la modernidad cultural asociada a la modernización económica, política e industrial de las sociedades contemporáneas.
La reforma a las viejas universidades medievales europeas fue parte de ese largo proceso de la “primera” modernización social. A principios del siglo XIX, en Berlín, Wilhelm Von Humboldt sentaría las bases de la primera revolución académica en el mundo, al asociar la enseñanza universitaria con la investigación científica, lo que dio origen hacia nuevas formas de organización de la docencia, el aprendizaje y la formación científica en las universidades europeas y posteriormente, en las universidades norteamericanas. Pero en México y en América Latina la primera señal de la modernización ocurriría de manera diferente. En el contexto de economías básicamente agroexportadoras y muy poco industrializadas, con Estados nacionales débiles e incipientes dominados por oligarquías autoritarias, las universidades expresaban una modernización paradójica. Quizá la postal que mejor ilumina esa paradoja es la experiencia del porfiriato, que, luego de casi 30 años de dictadura, inauguraba en 1910 la Universidad Nacional de México, en el primer centenario de la independencia, justo en el ocaso de un régimen que sería derribado sólo unos meses después por la fuerza de la revolución.
Años después, y luego de la segunda guerra mundial, la idea de la modernización reapareció en el imaginario político de la época, y la universidad ocuparía nuevamente un papel estelar. Los tiempos modernos reclamaban instituciones ad-hoc, actores sociales y políticos capaces de adaptarse a las exigencias de productividad, de disciplina, compromiso y lealtad hacia nuevos esquemas de organización social capaces de colocar al país en la ruta del progreso, el bienestar y la prosperidad. Ese fue el contexto de la “segunda modernización” de la universidad mexicana, cuyos rasgos no fueron producto de algún diseño institucional, cuidadosamente deliberado y planeado, sino que descansaron en los motores de la masificación de la matrícula, la profesionalización académica, la burocratización institucional y la politización de las relaciones universitarias.
Esas fuerzas son las que darían lugar, hacia finales de los años ochenta, en una época de crisis económica y transición política, a lo que podría denominarse como la “tercera modernización” universitaria en México. Es una modernización que se estructura y legitima por dos fuerzas poderosas: por un lado, las restricciones y condicionamientos presupuestales a las universidades públicas; por el otro, por la construcción de un discurso asociado a la búsqueda de la evaluación y la calidad de la educación superior universitaria. Las políticas de la modernización educativa entraron a escena: financiamiento selectivo y diferenciado, evaluación y acreditación de la calidad, expansión y diversificación de la oferta pública y privada de educación terciaria, diminución y re-localización del peso de las universidades públicas federales y estatales en el sistema de educación superior, instalación del “gobierno de los incentivos” como dispositivo central para inducir los comportamientos institucionales.
Los efectos de esta tercera modernización ya han calado en los comportamientos de no pocos sectores de universitarios. La evaluación se ha convertido en rutina, los académicos rinden informes anuales para hacerse merecedores potenciales de ingresos adicionales, los rectores gestionan año con año ante distintas instancias federales y estatales un incremento en los presupuestos anuales de sus universidades exhibiendo indicadores e índices de productividad, los coordinadores de programas docentes preparan sus informes para acreditar la calidad ante organismos externos (COPAES), los jóvenes doctores (los “baby doctors” les ha llamado Adrián de Garay), quieren rápidamente ocupar los escalafones más altos de renta, reconocimiento y prestigio en los programas de estímulos e ingresar lo más rápidamente posible al Sistema Nacional de Investigadores. En otras palabras, y recordando a Rimbaud, quizá estamos en el camino correcto para llegar a ser “absolutamente modernos”, a pesar del malestar con los efectos perversos de las políticas de estímulos que llevan frecuentemente a las fiestas de la simulación o hacia las aguas heladas de la indiferencia de los académicos, a la rebelión de estudiantes por la reformas a los planes de estudio, o al espectáculo grotesco por la burocratización salvaje de la gestión y las políticas de la modernización.

No comments: