Thursday, March 19, 2015

La universidad y la metafísica de las costumbres



Estación de paso
La universidad y la (nueva) metafísica de las costumbres.
Adrián Acosta Silva
(Publicado en Campus Milenio, número 600, 19/03/2015)
Contra lo que suelen pregonar a los cuatro vientos mediáticos algunos relatos voluntariosos sobre el cambio, la innovación, la calidad o la gestión estratégica en la educación superior contemporánea, las universidades son animales lentos, parsimoniosos, de usos y costumbres arraigadas. Sus actores entran y salen del campus coexistiendo pragmáticamente en un orden institucional ambiguo, grisáceo, sólo sacudido a veces por los llantos o las risas estudiantiles, o por la música de pequeñas tribus o grandes multitudes en el campus. Como en otros territorios de la vida social, el imperio de las rutinas domina el paisaje universitario, un paisaje donde sus actores y espectadores son gobernados por creencias y lealtades diversas, valores e intereses que conviven de manera pacífica y a veces conflictiva. Sus prácticas académicas, políticas o burocráticas suelen ser parte de lo que el viejo Schopenhauer, hace casi dos siglos, denominó como la “metafísica de las costumbres”, ese conjunto posible de explicaciones que surgen a partir de la observación de las rutinas de lo que hacen las personas, los grupos y las instituciones.
¿Cuáles son esas costumbres universitarias? Dar clases, por ejemplo. Aquí, el ritual legitima “el orden natural de las cosas”, según diría en tono literario el gran escritor lusitano Antonio Lobo Antunes. Estudiantes y profesores se reúnen y establecen una relación a partir de calendarios, horarios y espacios. Los profesores, en su gran mayoría, son profesores por horas, que cumplen sus obligaciones a partir de programas que les han sido asignados por el director de una facultad, un jefe de departamento o un coordinador de carrera. Usualmente, los profesores universitarios pueden hacer caso o no a esos contenidos, pueden emplear las nuevas TIC´s para apoyar su desempeño, o pueden dictar apuntes a sus estudiantes, a veces recomiendan lecturas y libros a sus alumnos, o mezclan un poco de todo eso. Los estudiantes, por su parte, pueden interesarse o no por los contenidos y las temas, leer o no los materiales que recomienda el profesor, asistir o no a las clases; el power point o el prezi se han convertido en herramientas visuales indispensables, donde imágenes y frases sustituyen muchas veces la elaboración de apuntes, fichas o resúmenes individuales sobre las lecturas o los temas examinados. El resultado: un arreglo práctico de comportamientos recíprocos, en los que la tolerancia frente al aburrimiento del profesor o el desinterés de los estudiantes es un mecanismo que permite reproducir cotidianamente, y legítimamente, el orden de las cosas.
Pero hay otras costumbres interesantes. La política y el gobierno universitario, por ejemplo. El dato duro es la apatía como estrategia dominante de los comportamientos políticos de profesores y estudiantes. Estos comportamientos de no pocos (o muchos) universitarios son bastante parecidos a los que se observan en los ciudadanos fuera del campus: desconfianza de la autoridad y de los otros universitarios, desinterés en la vida política, alejamiento de la participación en los asuntos colectivos. Los directivos y las autoridades suelen ser los más interesados en los asuntos de gestión y gobierno, por obvias razones institucionales. Sin embargo, hay temas, creencias e intereses que en ocasiones detonan situaciones de conflicto y violencia en las universidades. Huelgas, paros, marchas, suelen ser prácticas esporádicas en la vida universitaria, en Oaxaca, Sonora o en la UNAM, acciones que son impulsadas por activistas, dirigentes sindicales, promotores de solidaridades y de expresiones de indignación moral por las más diversas causas y propósitos. Entre la apatía más fúnebre y el activismo más febril, coexisten un conjunto muy diverso, heterogéneo y complejo de comportamientos que configuran el orden político-institucional universitario de todos los días y los años. Ese territorio opaco, abigarrado, complejo, de usos y costumbres no suele ser atractivo ni para los apáticos ni para los activistas, ni para los directivos, ni funcionarios. Con suerte, podrá ser el objeto de estudio de sociólogos o antropólogos, o de psicólogos o politólogos universitarios.
Existe también el asunto de las prácticas burocráticas universitarias, ese mundo gris y oscuro donde, como suele decirse, harían aparecer a Kafka como un escritor costumbrista. El llenado de formatos y solicitudes, la gestión de apoyos, la redacción de informes para competir por estímulos económicos, la acumulación de evidencias e indicadores “objetivos” sobre el desempeño de profesores y estudiantes, son actividades que han creado una nueva metamorfosis universitaria. El Homo Academicus se ha transformado en –o coexiste con- el Homo Burocraticus. Las autoridades universitarias alimentan ilusiones en búsqueda de comportamientos cooperativos, y comprensivos, de estudiantes y profesores para apuntalar extraños sistemas de gestión y administración, esquemas de planificación estratégica y evaluación institucional, mecanismos de aseguramiento de la calidad, de promoción de la imagen universitaria, el empleo de mecanismos de marketing que aseguren visibilidad a los productos universitarios.
En los intersticios de estas dimensiones académicas, políticas o burocráticas de las prácticas institucionales, aparece también un puñado de emociones que actúan como lubricantes de la vida universitaria. Son la frustración y la envidia, los temores permanentes y los entusiasmos fugaces, la competencia por recursos escasos (prestigio, dinero, puestos, reconocimientos), pequeñas o grandes grillas cotidianas, mezquindades minúsculas, golpes bajos, amistades verdaderas, solidaridades tribales intensas o comportamientos guiados por egoísmos salvajes. Entre no pocos de los académicos destacados de la vida universitaria, la hoguera de las vanidades no es una metáfora, sino un estilo de vida, una forma de lidiar con el infierno que son los otros. Tal vez esas costumbres explican la (mala) impresión que Schopenhauer tenía de las universidades, cuando escribía, hace casi siglo y medio, en relación a los catedráticos alemanes de su generación: “El escándalo filosófico de los últimos cincuenta años no se hubiera producido de no ser por las universidades y el público estudiantil que asimilaba crédulo todo lo que se le ocurriera decir al catedrático en turno”. Claro: era Schopenhauer, aquel filósofo misantrópico, fulminante y políticamente incorrecto del siglo XIX, cuyas palabras, sin embargo, siguen resultando incómodos recordatorios sobre el orden imaginario y práctico de la vida universitaria.

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