Sunday, March 01, 2015

La épica del púlpito



Estación de paso
La épica del púlpito
Adrián Acosta Silva
(Campus Milenio, 26/02/2015)
Un inconfundible tono de lamento, denuncia y mal humor nacional domina desde hace tiempo zonas enteras del clima público mexicano. “Todo está mal”, “nada nos sale bien”, “sólo ocurre en México”, “es un desorden”, “no tenemos remedio”, “qué chulada”, suelen ser frases repetidas en cantinas, calles y lugares públicos, pero que también se leen o escuchan una y otra vez en columnas de opinión, comentarios de conductores de radio y televisión, en reportajes y noticias en las cuales la opinión del reportero o reportera en turno suele ser más importante que la información sobre los hechos que reporta. Esta suerte de épica del fracaso se ha forjado desde hace tiempo en distintos territorios del ánimo público del país, una épica que suele traer de vuelta a las norias intelectuales a Samuel Ramos y su Perfil del hombre y la cultura en México, o a Octavio Paz con su Laberinto de la soledad.
Pero si se presta atención a este ruido de fondo de nuestra vida pública, es un sonido que se anida en estratos y segmentos específicos de la sociedad mexicana: clases medias urbanas, generalmente universitarias, políticos profesionales y aspirantes a políticos, candidatos independientes, franjas de intelectuales y académicos, comentaristas de radio y televisión, reporteros, algunos opinadores toda-ocasión. Lo curioso ya no es el tono malhumorado, frustrado, regañón, de las expresiones que suelen utilizar. En realidad, lo que se revela detrás de la verbalización de las críticas es el tono de autoridad intelectual y moral que las acompañan, un tono de verdad absoluta, irrebatible, incuestionable desde su punto de vista. Es el aire inconfundible de los nuevos sabelotodo, iluminados por quién sabe qué misteriosas fuerzas, que rodea ese discurso de púlpito, pontificador, que domina el clima intelectual de nuestro tiempo.
No es por supuesto un tono nuevo. Es un sonsonete que acompaña nuestra vida pública desde el siglo XIX, en pleno proceso de construcción de la república, del estado y de la ciudadanía. Basta leer páginas de la prensa mexicana de esos años, para descubrir, desde los escritos decimonónicos de Manuel Payno a las críticas insobornables de Belisario Domínguez o de Francisco Zarco, desde los discursos incendiarios de Ricardo Flores Magón hasta los reclamos cósmicos de José Vasconcelos, esa permanente sensación de malestar con la realidad mexicana de los años post-independentistas y postrevolucionarios. Quizá la gran diferencia de los críticos de hoy en relación con aquellos que verbalizaban su insatisfacción con el presente, es que los críticos antiguos tenían una finalidad abiertamente política, un manifiesto contra su época y sus circunstancias que constituía un verdadero llamado a la acción política organizada.
Pero es a partir de la creación del partido de la revolución institucionalizada, y su discurso nacionalista y unificador, cuando las voces públicas se convirtieron en coros de adoración al régimen posrevolucionario, sonidos de una época que hoy se ve lejana y un tanto ridícula. Sólo el humor cáustico de Jorge Ibargüengoitia, la sapiencia de Don Daniel Cosío Villegas, el empeño periodístico-cultural de Fernando Benítez, o la imaginación radical de José Revueltas, sonaban como disparos en el concierto de la unidad nacional.
La crítica política mexicana reapareció vigorosamente a finales de los años sesenta y se extendió hasta bien entrados los noventa, configurando el clima político-intelectual adecuado para lo que luego se denominó la transición política mexicana hacia la democracia. Carlos Monsiváis, Octavio Paz, Carlos Pereyra, Enrique Krauze, Héctor Aguilar Camín, Carlos Fuentes o Julio Scherer, se convirtieron, entre otros, en una generación que con diversos matices y posiciones ideológicas, legitimaron la crisis del viejo orden posrevolucionario e impulsaron, junto con los actores políticos, un cambio democratizador del viejo régimen. Hoy, sin embargo, en la era de la posdemocracia mexicana, las voces del malestar son fundamentalmente apolíticas, se visten del ropaje ampuloso de la retórica del fracaso sin implicaciones para la acción política organizada; por el contrario, se alejan deliberadamente de cualquier tipo de politización de sus discursos y relatos, pues dan por descontado que la política, los políticos y los partidos, son figuras indeseables con prácticas indecibles en un país donde todo eso apesta a corrupción, inmoralidad y despilfarro.
Ese vocerío se alimenta generosamente de la desconfianza que goza hoy la clase política mexicana y sus organizaciones, pero también de cierto oportunismo moral para colocarse como representantes oficiosos de la nueva cruzada antipolítica mexicana. Su tono de denuncia gusta por igual a empresarios y a la iglesia católica, a dueños de medios y comunicadores, y son vistos con simpatía y hasta con entusiasmo por no pocos de los políticos a los que no les gusta reconocerse como tales. Suelen ser practicantes del libre mercado y abogados exoficio de las libertades ciudadanas; vociferan contra las prácticas corporativas y clientelares de las organizaciones sindicales y sus expresiones públicas; son críticos acérrimos del Estado y partidarios fervientes de las prácticas filantrópicas y altruistas de la iniciativa privada y de la sociedad civil; profesan un anti-intelectualismo ramplón que suelen combinar con un globalismo snob, del tipo “esto no pasa en Nueva York”, “esto jamás sucedería en Dinamarca”, “deberíamos hacerle como los británicos”.
Desde sus púlpitos mediáticos, esas voces personalizan y de alguna manera institucionalizan el anti-intelectualismo y la anti-política mexicana del siglo XXI, esas fuerzas que alimentan la demolición a martillazos de los edificios públicos construidos en los años del cambio político mexicano. Y lo hacen con el beneplácito de una clase política desprofesionalizada, ocupada más por mantener sus posiciones y escaños, que por gestionar los conflictos que se acumulan en la larga lista de nuestros déficits político-institucionales. Es un espectáculo de narrativas tira-netas mezcladas con prácticas rutinarias de irresponsabilidad política. ¿Dónde hemos escuchado esa canción?

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