Thursday, September 21, 2017

Sociología de la desigualdad (2)

Estación de paso

Sociología de la desigualdad (2)

Adrián Acosta Silva

(Campus-Milenio, 21/09/2017)

Diversos estudios muestran cómo uno de los efectos simbólicos y prácticos del acceso a la educación superior es el desvanecimiento de las “marcas de clase” de estudiantes de origen social diverso, un efecto particularmente claro en el caso de las universidades públicas a raíz de su consolidación como modernas instituciones mesocráticas. El acceso a una carrera universitaria en espacios públicos permite a los individuos el ingreso a un espacio poli-clasista, habitado por jóvenes pertenecientes a diversos estratos sociales, que interactúan cotidianamente en campus universitarios donde aprenden rápidamente a formarse, de manera paralela, como adultos, como ciudadanos y como profesionistas. Las experiencias de socialización académica son también trayectorias de socialización intelectual y política, y la experiencia universitaria suele ser, en un sentido amplio y profundo, una experiencia cultural, enriquecedora y formativa social e individualmente.

Pero en los espacios privados de la educación superior ocurren otras cosas. En los miles de establecimientos educativos de bajo costo que han proliferado por las grandes y medianas ciudades del país, acuden muchos de aquellos estudiantes que no pudieron ingresar a las universidades públicas pero que no disponen de medios para costear una carrera en las universidades de elite. Ahí se encuentran jóvenes que combinan estudios y trabajo, que pertenecen a estratos bajos y medios de la sociedad, y que buscan obtener un título en condiciones que se adapten a sus horarios laborales y circunstancias vitales individuales. Con más frecuencia de lo que se imagina, la decisión de estudiar en esos pequeños establecimientos de no más de 500 estudiantes que se concentran en dos o tres carreras de alta demanda, en condiciones de precariedad de sus instalaciones y profesorados, obedece también a un cálculo deliberado de los interesados: la flexibilidad de sus horarios facilita la realización de los estudios.

La composición social del estudiantado parece reducir su variación en el caso de los establecimientos de costo medio y mayores exigencias académicas de ingreso, que ofrecen más carreras pero frecuentemente con horarios menos flexibles. Aquí se ha configurado una demanda que intenta diferenciarse de los establecimientos baratos pero que no tiene las condiciones de pagar los precios de las matrículas y cubrir las exigencias académicas de las universidades de elite. Ello explica la expansión de un importante conjunto de instituciones privadas locales, nacionales e internacionales que ofrecen espacios y oportunidades a esos segmentos de la demanda.

Las universidades de alto costo colocan como filtros de entrada el precio y las trayectorias escolares previas de los estudiantes. La exclusividad constituye la señal de su prestigio institucional. Las universidades de elite forman los espacios donde el poder del privilegio se convierte en la principal fuente de su legitimidad. No hay ahí espacios pluri-clasistas, sino que predomina el afán mono-clasista determinado fuertemente por el origen social y la clase económica de pertenencia. A pesar de las becas y apoyos que algunas de estas instituciones ofrecen a los estudiantes de talento y bajos recursos, su proporción es mínima respecto al total.

Lo que tenemos entonces es un territorio de contrastes: con la masificación de la educación superior, sus establecimientos y carreras albergan distintos tipos de estudiantes, marcados por orígenes sociales, condiciones económicas y capitales culturales desiguales y distintos. La educación superior es un espacio de configuración de “circuitos de precariedad” en zonas rurales no metropolitanas y algunas urbanas (como les ha denominado el investigador Miguel Casillas, de la Universidad Veracruzana), que coexisten con circuitos de supervivencia y circuitos de opulencia ubicados generalmente en las grandes zonas urbanas del país. Esos rasgos parecen acentuarse con los comportamientos sociales e institucionales de los diversos actores que coexisten en estos circuitos, comportamientos que obedecen a intereses, creencias y expectativas en conflicto.

¿Qué tipo de comportamientos? Los que tienen que ver con la búsqueda del prestigio y la reputación de las instituciones de educación superior. Una pregunta que aguarda por respuestas es: ¿a qué instituciones prefieren enviar a sus hijos los estratos política o económicamente significativos de la sociedad mexicana? Antiguamente, según los clásicos estudios de Roderic Ai Camp, la clase política mexicana prefería a las universidades públicas por encima de las privadas como espacios de formación superior de sus hijos. La clase política de los tiempos del nacionalismo revolucionario, y buena parte de sus oposiciones de izquierda o de derecha, formaban como abogados, ingenieros, médicos o arquitectos a sus hijos en las universidades públicas. Lo mismo hacía buena parte de la clase empresarial (la burguesía, en términos clásicos) con sus vástagos. Sólo algunas universidades privadas representaban marginalmente las preferencias educativas de las elites de poder.

Pero en los años de la transición política y de las reformas económicas las cosas cambiaron. De manera silenciosa, las preferencias éticas y estéticas de las clases sociales respecto de la formación universitaria se transformaron dramáticamente. Hoy, no solo buena parte de los hijos de las clases dirigentes políticas y económicas suelen formarse en las universidades privadas de elite, en México o en el extranjero, sino que lo mismo ocurre con los hijos de los propios funcionarios y profesores de las universidades públicas que prefieren, en proporciones no menores, las ventajas reales o simbólicas de la educación privada respecto de las que ofrece, u ofrecía, la escuela pública.

Las razones y circunstancias de los cambios en las preferencias educativas pueden ser múltiples. La elección de los círculos de opulencia educativa es una característica de los imaginarios e intereses de las nuevas elites mexicanas. El hecho de que los últimos tres presidentes del país sean egresados de universidades privadas es un dato que confirma la tendencia. Esta transformación de prácticas y preferencias educativas legitima a la desigualdad educativa como parte del fenómeno más extenso y profundo de la desigualdad social.


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