Sunday, December 20, 2020

La marca de la bestia

La marca de la bestia Adrián Acosta Silva (Nexos, 19/12/2020) https://redaccion.nexos.com.mx/?p=12311 El asesinato del exgobernador de Jalisco, Jorge Aristóteles Sandoval Díaz (1974-2020), configura por sí mismo el retrato de toda una época local y nacional. Incertidumbre, política y violencia constituyen el nudo de una larga cuerda hecha de pedazos de inseguridad, corrupción, impunidad e incapacidad estatal, un material probadamente resistente a cualquier retórica triunfalista gubernamental o socialcivilista, y endurecida por las prácticas de un orden social donde la autoridad fáctica de la violencia es el código imperante de las relaciones entre individuos, grupos e instituciones. La trayectoria personal y política de Sandoval Díaz es también ilustrativa de un largo ciclo de la vida pública de Jalisco. Estudiante de la Universidad de Guadalajara desde la preparatoria hasta su egreso de la carrera de derecho, el exgobernador aprendió los gajes del oficio político en las formas de socialización política imperantes en la organización estudiantil que nacía conjuntamente con la reforma de la Universidad de Guadalajara (1989-1994), la Federación de Estudiantes Universitarios (FEU), una agrupación alimentada por el declive y posterior extinción de la Federación de Estudiantes de Guadalajara, la FEG (1948-1991). Durante los años noventa, Sandoval se convertirá en un dirigente estudiantil que, como muchos otros antes y después de él, transitaría a la militancia política partidista a través de su incorporación al Partido Revolucionario Institucional (PRI). Hay razones individuales, familiares y sociales que explican esa transición, pero lo relevante es considerar que su carrera política en ese partido ocurre justo cuando se experimenta la alternancia político-electoral en Jalisco, en la cual, en 1995, el PRI pierde la gubernatura del estado por vez primera en su historia, y pasa a formar parte de las filas de la oposición. Sandoval es impulsado como parte de las figuras de la renovación política de ese partido a lo largo del extenso dominio panista en la entidad durante tres gubernaturas consecutivas (1995-2012), entre las cuales logra alcanzar una regiduría en el ayuntamiento de Guadalajara (2001-2003), una diputación local (2003-2006), el triunfo en la presidencia municipal de Guadalajara (2009-2012) y, finalmente, en 2012 es electo como gobernador del estado (2013-2019). Como otros miembros de su generación, Sandoval se curtió en la época de las vacas flacas del priismo local, para luego convertirse en uno de los símbolos del regreso del priismo al oficialismo político estatal. El egresado de la escuela preparatoria número 7 de la U. de G. era una rara avis de la política jalisciense: fue un hombre de un solo partido. Por convicción y por interés, Sandoval Díaz fue testigo y actor de los pleitos que fragmentaron la representación política del largo ciclo autoritario y monopartidista, y que dieron lugar a un complejo sistema de partidos donde las identidades políticas se disolvieron para dar lugar a un intenso reacomodo de las pasiones y los intereses de los políticos profesionales, de los mentores políticos y de sus respectivos aprendices. A lo largo de la primera década del siglo XXI, el cambio político jalisciense se tiñó del color ocre de las fugas de militantes, la creación de nuevos partidos y grupos, las pequeñas y grandes traiciones a causas, amistades y colores, de los pleitos públicos y privados que dieron origen a las relaciones entre los partidos y entre los gobiernos (estatal, municipales) y sus oposiciones. En esas circunstancias, la carrera política de Aristóteles Sandoval fue extraña: se mantuvo invariablemente ligada a un solo partido hasta el final de su vida. Esa trayectoria política unipartidista también fue acompañada por su trayectoria como funcionario público. Siendo regidor, diputado, presidente municipal y gobernador, su experiencia fue marcada por el imparable ascenso del narcotráfico y la violencia. El asesinato de algunos de sus colaboradores y amigos, de empresarios, de conocidos, de escenas cotidianas de cuerpos embolsados tirados por las calles y carreteras, de decapitados y colgados en puentes, reveló el color plomizo de las relaciones entre el poder, el dinero y la autoridad. El espectacular incremento de los asesinatos y las ejecuciones, de los secuestros, formaron la estadística básica de un problema de inseguridad pública que rebasaba los planes, las intenciones y las capacidades institucionales de los gobiernos. Como abogado, Sandoval insistió siempre en la retórica del Estado de Derecho y la fuerza de la ley. Como político, impulsaba acuerdos entre los partidos para diseñar estrategias de contención contra la inseguridad. Como funcionario, concentró su atención en reforzar a las policías municipales, a los órganos de seguridad pública, reformar las funciones de la procuraduría estatal, la creación de fuerzas de inteligencia policiaca. En todos sus roles (abogado, político, funcionario) Sandoval impulsó también la cooperación con las instancias federales para atacar las causas y las acciones de los cárteles y grupos asociados al narcotráfico, promotores de la violencia homicida que hasta hoy caracteriza la vida cotidiana de las calles de la zona metropolitana de Guadalajara, de Puerto Vallarta, de Lagos de Moreno, o de Jilotlán de los Dolores. Hombre de trato amable y optimista, conocedor del oficio político, funcionario experimentado, el exgobernador jalisciense perdió sus batallas civilizatorias de manera trágica en el baño de un bar de Puerto Vallarta, asesinado a tiros en la espalda por un sicario, según relatan las primeras declaraciones de la fiscalía estatal. Su asesinato tiene y tendrá múltiples implicaciones en la política local y probablemente nacional, y los rituales de dolor, de solidaridad, de recordatorios y homenajes de amigos, familiares y adversarios políticos formarán parte de las secuelas propias de la tragedia de un hombre público. El luto, el duelo, las lágrimas, la indignación, son algunas de las emociones que acompañarán en los próximos días y meses la memoria pública y las memorias privadas del acontecimiento, la figura y la trayectoria del exgobernador. El crimen tardará en ser aclarado, si es que ello sucede. Se engrosarán carpetas de investigación, se identificarán sospechosos, se formularán dudas, preguntas y especulaciones, se recolectarán indicios: todo lo que forma habitualmente parte del lenguaje y las tareas propias de la fiscalía y el ministerio público. Pero lo que el crimen representa es quizá lo más importante e inquietante de todo: es la confirmación de una prolongada estructura de inseguridad y corrupción que ha adquirido autonomía propia, mediante el ejercicio, legitimado y rutinario, de una violencia práctica, intimidante, homicida, que rebasa las buenas intenciones y las capacidades preventivas y punitivas del Estado. El asesinato del exgobernador es una señal que confirma el dominio de la violencia como una forma de ejercicio de autoridad, donde el Estado perdió desde hace años un monopolio que, en realidad, nunca ha logrado mantener más que en la imaginación de la clase política. Ni los experimentos federales de militarización de la seguridad públicas en territorios estatales y municipales, ni las pruebas de control de confianza a policías locales, ni la reingeniería de los órganos de procuración e impartición de justicia, ni la honradez a prueba de balas, ni el voluntarismo más obcecado, parecen ser suficientes para contener las bestias negras de la inseguridad que habitan el orden público de todos los días en Jalisco. El hecho confirma que el orden criminal, con sus códigos y figuras, es el hábitat natural de esas bestias, un orden que rebasó desde hace tiempo las fronteras del orden civilizatorio que preocupó al exgobernador de Jalisco a lo largo de su trayectoria pública, y del cual, paradójicamente, se convirtió en víctima la madrugada de aquel viernes trágico.

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