Thursday, March 04, 2021

El mérito y la cuna

Estación de paso El mérito y la cuna Adrián Acosta Silva (Campus Milenio, 4/03/2021) La desigualdad social contemporánea tiene como uno de sus componentes centrales las brechas de escolaridad entre los individuos, los grupos y las clases sociales. Las sociedades del siglo XIX conformaron una estructura de desigualdad transmitida puntualmente de generación en generación. Fue sólo con la combinación del ideario liberal y la invención del estado social cuando se reconoce que la logica de reproducción de la desigualdad podría alterarse mediante la construcción de estructuras de oportunidades vitales garantizadas por el Estado mediante políticas estratégicas en campos como la educación, la salud, el empleo o la seguridad social. La idea del mérito individual como la base ética de la movilidad social ascendente está en el corazón de la cultura liberal occidental. En su visión más extrema, alimenta la imagen del self-made man, el “hombre que se hace a sí mismo”. La idea y sus representaciones se fraguaron entre los valores centrales, los intereses y las prácticas del capitalismo industrial del siglo XIX, y se convirtió en la columna simbólica de la ética del trabajo que Max Weber asociaba al éxito del “espíritu del capitalismo” como forma de organización económica, política y moral de occidente. Esa idea se combinó con las demandas y luchas de sindicatos y partidos políticos de izquierda para mejorar las condiciones de vida y los derechos sociales de las masas obreras y campesinas. El resultado fue la legitimación del mérito individual como un principio poderoso del orden social, ubicado justo en el centro del imaginario de las élites y de las masas pero también de la política y de las políticas públicas. La traducción empírica del ideal meritocrático encuentra una de sus expresiones más potentes en las universidades. Según relatos al uso, sólo los mejores -es decir, los individuos más calificados y persistentes- son los que logran acceder a las universidades. Sin importar el origen social de los contextos individuales, se ponen a disposición de la voluntad de los individuos las oportunidades para convertir a la educación universitaria en un mecanismo de movilidad social ascendente. Numerosos estudios y teorías han reconocido la importancia de las credenciales, los títulos y los diplomas como instrumentos de mejoramiento del ingreso, la movilidad y la participación de los individuos en el desarrollo social, el crecimiento económico y el fortalecimiento democrático. Ello no obstante, la ilusión meritocrática tiene problemas cuando se trata de mirar sus efectos en la terca persistencia de la desigualdad social. La promesa del mérito individual se estrella con la realidad metálica de la desigualdad, donde las brechas permanecen y se agudizan en épocas de crisis. Y la educación superior, paradójicamente, juega un papel relevante en esa lógica de efectos perversos. El acceso y la graduación universitaria se convierten en procesos y resultados de estructuras de desigualdad donde los ganadores suelen ser las élites y los sectores medios, y los perdedores los individuos situados en las escalas más bajas del ingreso y la escolaridad de sus padres. El poder de la cuna suele ser mayor que el poder del mérito. Hay por supuesto un intenso debate al respecto, que en momentos de crisis incendia las praderas de la discusión política e ideológica. En ese contexto, las universidades son instituciones que suelen ser vistas como “máquinas clasificadoras”, que premian a los mejores y que discriminan a la “morralla”, como describe con agudeza cruel Michael J. Sandel en su provocador ensayo La tiranía del mérito (Debate, 2020, México). El argumento central es que la “soberbia meritocrática” asociada al credencialismo y a la épica individualista, se ve endurecida por el papel que las universidades desempeñan como parte de la cúspide de un sistema educativo que tiene la forma de un embudo, donde muchos pueden acceder pero muy pocos logran egresar. Esos pocos son los que pertenecen a contextos donde las condiciones sociales, y no los talentos individuales, son los que determinan en gran medida las oportunidades para acceder, permanecer y egresar de las universidades. Un estudio reciente de IESALC-UNESCO (Hacia el acceso universal a la educación superior, 2020), confirma que las oportunidades de acceso están directamente relacionadas con las condiciones de vida. Así, entre 2000 y el 2018, a nivel mundial, los grupos de altos ingresos económicos incrementaron su acceso a la educación superior del 55 al 77%, mientras que los grupos de menores ingresos disminuyeron en el mismo período su participación del 10 al 5%. Los grupos de ingresos medios altos aumentaron su participación del 17 al 52%, mientras que los medios bajos disminuyeron del 24 al 11%. En México, como en otros países, la educación superior funciona como un sistema meritocrático que distribuye oportunidades de acceso y egreso a sociedades sumamente heterogéneas y desiguales. Las universidades privadas de élite son una parte de ese sistema, pero también lo son muchas universidades públicas federales y estatales, cuyas tasas de rechazo suelen ser muy altas, lo que las convierte, de facto, en universidades de élite para muchos. La “morralla” restante se distribuye en instituciones no universitarias públicas (tecnológicas, normales) o privadas (de bajo costo). Ello lleva a cuestionar con frecuencia el papel de la educación universitaria como factor de movilidad social y mejoramiento individual. En esa crítica, se corre el riesgo de descalificar la importancia del mérito como factor de diferenciación y prosperidad para muchos sectores históricamente excluídos de los beneficios de la educación superior. Premiar el talento y el esfuerzo es una labor pública relevante de las universidades. Pero también es importante construir la igualdad de condiciones en que los individuos interactúan socialmente para que el mérito proporcione sentidos mínimos de cohesión y cooperación más allá de los beneficios individuales que proporciona el acceso a la universidad.

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