Saturday, March 20, 2021

Ángeles y burdeles

Ángeles y burdeles Adrián Acosta Silva (Laberinto, suplemento cultural de Milenio, 20/03/2021) ¿Dónde estamos ahora? ¿Dónde después? ¿Dónde entonces? Thomas Wolfe, Un ángel en el porche Ya pasaron los tiempos en que a los burdeles se les solía llamar, despectivamente, “congales”. Después de los aparición de los cabarets de los años sesenta y setenta del siglo pasado, de la ola incontenible de los topless y table-dance durante la transición del siglo XX al XXI, y la explosión anárquica de los “antros” –eufemismo de cantinas, cervecerías o bares sofisticados donde consumen generalmente hipsters, fresas, dealers, jóvenes y adultos de orígenes sociales medios y altos-, en los años recientes los viejos congales/burdeles quedaron relegados, en el olvido, simplemente desaparecieron o fueron marginados en las calles escondidas de los centros históricos de las ciudades o en las periferias empobrecidas suburbanas. En los burdeles clásicos solía encontrarse una atmósfera inconfundible dominada por el humo, el alcohol y las putas. Emile Cioran, con su delicadeza habitual, los entendía como refugios de desesperados contra el horror a la muerte. En sus Silogismos de la amargura, confiesa que, siendo adolescente, para escapar de ese horror, “corría al burdel o invocaba a los ángeles”. En esos sitios, un resplandor mortecino iluminaba en ocasiones una pista de baile donde los hombres la usaban a cambio de una módica ficha con alguna de las muchachas dispuestas para ello. Bailar, beber y conversar eran parte de los rituales del lugar y sus actores. Pero el centro de todo congal respetable eran las mesas y la barra, dominada por grandes y viejos espejos en espacios oscuros, con penetrantes olores de cigarro y moho, de humedad y humanidad. Beber una cerveza, un tequila, un ron con coca cola, era un hábito de solitarios, una forma de pasar el rato, de imaginar y pensar, de cultivar pacientemente el delicado arte del silencio. A veces, un hombre solo, o un grupo de amigos, se reunían para beber y conversar, saludar a las putas, observar a los otros. Las representaciones de los burdeles también solían ser más interesantes. La imaginería elitista o la popular les daban usualmente connotaciones diferentes. Eran lugares vistos como sótanos siniestros de la vida social, sitios donde borrachos y pirujas habitaban permanentemente rincones, mesas y barras, empapados en alcohol y humo de cigarro, olores de perfumes baratos y mucha joyería de fantasía. De alguna manera, visitar congales producía imágenes semejantes al barroquismo de alguna película de Ripstein, a las pinturas de Edward Hooper, la atmósfera de una novela de Bukowski o de John Fante, o alguna fotografía de los Casasola de los años treinta: imágenes metálicas, melancólicas, de penumbras y soledad, de ruidos inestables y silencios ocasionales. Los lupanares eran vistos como espacios de perdición y de pecado, de lujuria y depravación moral, buenos para desahogar penurias permanentes o festejar júbilos fugaces. Las narrativas católicas que nutrieron la moralidad republicana moderna penetraron a las leyes federales, bandos municipales y burocracias gubernamentales, colocando a las casas de citas, cabarets y congales lejos de escuelas, iglesias y edificios públicos, aunque en la práctica ello no ocurrió siempre así. La intención deliberada era impedir que la atmósfera corruptora de los “centros de vicio” se extendiera por contagio a los espacios formadores de la moral y las buenas costumbres de las sociedades pre y post-porfiristas. En ese territorio había un orden diferenciado por jerarquías, un lenguaje público de distinción entre los lugares y sus parroquianos. En el fondo de las clasificaciones estaban las pulquerías, luego le seguían los burdeles, congales, y casas de citas (todos sinónimos de lo mismo), en la cima los bares y cabarets, luego las discoteques, y ahora los antros. Había lugares que tenían un poco de todo. En el barrio de San Juan de Dios, en Guadalajara, por ejemplo, la “zona roja” era la delimitación simbólica y territorial de ese tipo de negocios, donde hoteles de paso de aspecto intimidante coexistían con la obscuridad de las cantinas y la luminosidad de los cabarets. La Tarara, El Sarape, el King Kong, el Afrocasino, estaban muy cerca de sitios legendarios como El Mascusia, La Sin Rival, La Iberia o La Fuente (las cantinas más antiguas de la ciudad), un poco más hacia el centro La Alemana, el Bar Cue, La Imperial, el Lido, y unas cuadras al oriente célebres prostíbulos-cantinas como El Galeón (frente a la antigua central camionera), La Comanche, La Cachucha, el Guadalajara de Día, o Las Cascadas, muy cerca de la vieja penal de Oblatos. Era un circuito interesante gobernado por el orden impuesto por bules y congales, putas y borrachos, policías corruptos, individuos taciturnos, políticos licenciosos, profesores diletantes, comerciantes relajados y burócratas en horas libres. Hoy, las cosas han cambiado. Las representaciones sociales sobre los nuevos espacios del sexo y alcohol son otras. Nuevas prohibiciones (no fumar), formas renovadas o recrudecidas de criminalidad (redes de prostitución, narcotráfico), preferencias estéticas y hábitos de consumo hiper-individualistas, el reconocimiento legítimo a nuevas formas de ejercicio de la diversidad sexual, han modificado poco a poco los significados sociales de bebederos y burdeles. Los tiempos digitales son hechura de una colección de soledades distribuidas caóticamente en las redes sociales, hábitos y lenguajes que circulan entre pantallas y sonidos que reconfiguran los imaginarios habitualmente imprecisos de lo tolerable y lo prohibido. Los congales son sitios exóticos, sin el glamour que exigen ahora los antros ni los sonidos del nuevo pop (gobernados por la “música urbana”, el trap, el regeton, o la persistencia escandalosa de las bandas gruperas), donde la búsqueda de famas instantáneas, la exhibición del dinero y la distinción, o el viejo poder del clasismo, suelen ser los códigos sociales al uso. La larguísima e inesperada pandemia ha colocado en el centro de la vida social otras formas de gestión de nuestras propias soledades, encerrados durante casi un año entre las paredes y ventanas de hogares que antes solían ser sólo dormitorios, estaciones de paso para las prácticas modernas del nomadismo urbano. Bajo el dominio de rituales que hacen de los festejos multitudinarios y ruidosos el código obligatorio de la convivencia social, la soledad imaginaria de los congales, con su sensación de tiempo alargado, de pequeñas libertades individuales ejercidas al amparo de las sombras protectoras del humo y el alcohol, parece más lejana que nunca. Si la soledad es ese “lamento generalizado” que a todos nos acompaña, el “rostro oscuro” que habita el río incontenible de la existencia humana al que se refería Thomas Wolfe en su Anatomía de la soledad, los congales solían ser uno de los habitáculos preferidos de los solitarios. En estos tiempos dominados por la incertidumbre, por el temor a la enfermedad y la muerte, tal vez ha llegado el momento de invocar a los ángeles.

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