Monday, October 23, 2006

La nacionalización de lo local, Público-Milenio 21-10-06

Estación de paso

La nacionalización de lo local

Adrián Acosta Silva

Oaxaca y Tabasco son como se sabe los platillos fuertes de la temporada política del otoño mexicano, aunque los decapitados de Michoacán formen parte de la historia de los sótanos siniestros de la sociedad mexicana de estos años. Uno se ha resuelto parcialmente con el triunfo del PRI sobre el PRD, lo que confirma contundentemente la relativa independencia de la lógica que gobierna los comicios locales respecto de las elecciones federales, en especial la presidencial. El otro muestra los condimentos crudos de la des-estructuración política regional y nacional, la crisis de la política y de sus representaciones, de sus ideas, actores y organizaciones. Michoacán representa algo más profundo y complejo: la pérdida absoluta del temor al Estado, donde la criminalidad ha impuesto sus códigos de sangre y fuego. Los casos político-estatales muestran los contornos de la vida política nacional, sus abismos y desfiladeros, sus potencialidades y sus haberes, que, a pesar de todo, los hay. El horror michoacano muestra la desaparición del Estado mismo.

En todos los casos, los asuntos locales han alcanzado una dimensión nacional, es decir, no solamente son parte de las preocupaciones de inversionistas, políticos, medios y ciertos ciudadanos, sino que competen a las autoridades nacionales. Minimizar el conflicto de Oaxaca y otros problemas locales como lo hace reiteradamente el presidente Fox, no es solamente un acto de irresponsabilidad política, sino también un reflejo de negación de la realidad, impropio de una figura que representa algo más que a un partido o a una camarilla.

La lección tabasqueña, la que constituye una carga de fondo en el debate político, tiene que ver con la estructuración del tiempo político de una sociedad compleja, que muestra cómo los cambios en el ánimo de la ciudadanía pueden alterar tendencias en la distribución de la representación política de manera dramática. Para los promotores de la reducción y unificación de los procesos electorales, que piensan casi únicamente en razonamientos de costo-beneficio, ese dato –la volatilidad del electorado, sus transformaciones de ánimo y expectativas- resulta incomodo, pues implica conservar calendarios electorales diferenciados en el tiempo. Oaxaca es, por su lado, el mejor ejemplo de la crisis de la política y de sus representaciones. Con partidos políticos nacionales y locales marginados en el conflicto, y con liderazgos de organizaciones curtidas en el regateo de sus lealtades y comportamientos políticos, la crisis oaxaqueña muestra también las dificultades de la autoridad y de las instituciones para el tratamiento de ese tipo especial de conflictividad. El contexto, por supuesto, importa: un activismo un tanto misionero, un tanto radical, con cierto aire de familia con el perfil de las fuerzas vivas que alimentaron durante décadas al priismo, que ampara sus acciones en datos e imágenes duras: pobreza, marginación, injusticia. La rebeldía de la APPO y la sección 22 es pragmática y elemental: que renuncie Ulises Ruiz para que comience a cambiar todo lo demás, aunque nadie sepa en realidad si eso ocurrirá, ni cual será el futuro de un movimiento que más bien recuerda tiempos idos de la política mexicana. Los diez muertos que acumula el conflicto son símbolo y saldo del proceso.

Los decapitados de Michoacán son parte un asunto que desde hace tiempo rebasó la nota roja o la sensación de que es un asunto entre pandillas de narcotraficantes. Si se mira bien, es un desafío directo al rostro del Estado nacional y de sus autoridades y representantes. Aquí, la localización de lo nacional, o la nacionalización de lo local, estalla y se comprime. Y revela, de manera sombría, la derrota del Estado.

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