Friday, September 26, 2014

Universidad y nacionalismo




Estación de paso
Universidad y nacionalismo
Adrián Acosta Silva
(Publicado en Campus-Milenio, 11 de septiembre, 2014)

Una de las características distintivas de las relaciones entre el nacionalismo y las universidades contemporáneas -es decir, las que se fundaron o re-fundaron a lo largo del siglo XX mexicano- es la ambigüedad. Es una característica incómoda tanto para quienes ven en la universidad un espacio de fortalecimiento de la identidad nacional, como para aquellos que la imaginan como el instrumento por excelencia de la internacionalización y el cosmopolitismo. Pero la vaguedad de las relaciones entre una ideología y una institución no es nueva ni reciente, y se explica principalmente por dos factores. De un lado, la necesidad simbólica por construir una identidad que imprima sentido social e institucional a las universidades. Por la otra, la búsqueda de una legitimidad reconocida por el régimen político y por la propia sociedad nacional. Además, esa ambigüedad se fortalece por el carácter intrínsecamente universalista, cosmopolita de la propia universidad. Es decir, la universidad, como figura institucional, está atrapada entre dos fuerzas poderosas. De un lado, es una organización que actúa en un contexto nacional específico, el que le imprime condicionamientos y determinaciones que forjan una identidad institucional inequívocamente nacional o incluso regional y local, en donde por la “raza hablará el espíritu”, según el famoso lema unamita. Por el otro, son instituciones impulsadas para mantenerse como “casas abiertas al tiempo” (como reza el hermoso lema de la Universidad Autónoma Metropolitana), políticamente pluralistas, académicamente multidisciplinarias, e inevitablemente universalistas en sus interacciones con otras universidades y otras realidades internacionales.
Una revisión a la historia reciente de las universidades públicas mexicanas nos revela esa tensión permanente entre la lógica del nacionalismo político y la lógica del universalismo institucional. El nacionalismo tiene un origen europeo, particularmente francés y alemán, un reclamo patriótico para someter el ego de los individuos a los imperativos categóricos de la nación, en donde el individuo debe “escuchar las voces del suelo y de los muertos”, como escribió el pensador Maurice Barrés en 1897. Pero en América Latina, el nacionalismo en formación encontró otras cosas. En el largo siglo XIX la lucha entre conservadores y liberales colocó a las viejas universidades coloniales en el centro de una feroz disputa política. Herederas de las formas de organización académica y de gobierno de la corona española, las reales y pontificias, o reales y literarias universidades que se instalaron en la Nueva España entre el siglo XVI al XVIII, fueron habitada por las ideas, las prácticas y los intereses de la iglesia católica, lo que les imprimió un sentido profundamente conservador y, en palabras de los liberales mexicanos, incluido por supuesto Benito Juárez, no eran sino centros de organización de la reacción al movimiento independentista iniciado en 1810. Por lo tanto, la llegada de los liberales el poder significaba el cierre de las universidades en México, Guadalajara, Puebla o Morelia. Por el contrario, cuando asumían los conservadores el poder, dichas instituciones eran nuevamente abiertas. A lo largo de ese siglo convulsivo, en que coexisten 24 instituciones de educación superior en todo el territorio nacional, la universidad se convirtió en rehén de las disputas políticas entre facciones y elites, y ello explica su debilidad institucional, y el surgimiento de otro tipo de instituciones –los Institutos de Ciencias-, que intentaban plasmar el espíritu del positivismo y de la ciencia como los ejes de una nueva educación superior para el país.
Pero con el nacimiento del nuevo siglo, en la agonía del porfiriato, el célebre grupo de los científicos se planteó el proyecto de refundación de una nueva universidad como símbolo de la modernización del país. Así, como se sabe, en la celebración del primer centenario de la independencia de México, Justo Sierra impulsa el proyecto de creación de la Universidad Nacional de México, no como el renacimiento de la vieja Real y Pontificia universidad, anclada en ritos y tradiciones dogmáticas y conservadoras, sino como otra institución, símbolo del progreso y de la modernidad, del universalismo mexicano y de la búsqueda de la verdad. Para Sierra, la tarea fundamental de la nueva universidad era la de “nacionalizar la ciencia” y “mexicanizar el saber”. Pero la larga lucha revolucionaria que se desarrolla entre 1910 y 1920 imprimirá otra concepción a la universidad, una concepción que se desarrollará con vigor intelectual a lo largo del casi todo el siglo XX. Esa concepción será organizada y definida con claridad por José Vasconcelos en 1920: la idea de la universidad como expresión de la sustitución de “las antiguas nacionalidades, que son hijas de la guerra y la política, con las federaciones constituidas a base de sangre e idioma comunes”. “Por mi raza hablará el espíritu” se convertirá entonces en “la expresión de una cultura de tendencias nuevas, de esencia espiritual y libérrima”.
Las universidad nacional, y las 10 universidades estatales que se crearán a lo largo de la primera mitad del siglo XX, encontrarán en esa “idea” de la universidad un punto de referencia para desarrollar sus propios proyectos institucionales, algunos en clara coincidencia con el proyecto vasconcelista, otras en abierta confrontación con ese mismo proyecto. Al mismo tiempo, el régimen posrevolucionario mexicano impulsará un sistema de dominación basado no solamente en la estructuración de un hiper-presidencialismo corporativista y autoritario a través de un partido político (PRI), sino también por la construcción de un dispositivo simbólico y discursivo nacionalista, frecuentemente xenófobo, una ideología capaz de articular e imprimir sentido de pertenencia e identidad a una sociedad al mismo tiempo predominantemente rural pero emergentemente urbana, a una economía campesina en transición a una economía industrial, a una sociedad de valores tradicionales fincados en la familia y la religión a una sociedad en búsqueda de valores relacionados con el respeto a la autoridad del estado y del orden político posrevolucionario.
Pero la crisis del modelo político del Estado de la Revolución iniciado tempranamente con el movimiento estudiantil de 1968, reveló los límites de ese nacionalismo. Desde el campus universitario se organiza un reclamo deliberado y poderoso, un movimiento de rebelión que cuestionaría las bases mismas de la legitimidad de un régimen que se proclamaba a sí mismo como único e irrepetible, nacionalista y democrático. La reforma política de los setenta y la crisis económica de los ochenta, confirmarían el ocaso del viejo nacionalismo revolucionario. En ese contexto, la universidad pública mexicana atravesaría por una crisis de identidad, al desvanecerse en el horizonte político-cultural el nacionalismo con el cual había coexistido, mexicanizando la cultura y el saber mundial, y, a la vez, universalizando el talento, los símbolos y las artes, las ciencias y las humanidades cultivadas, reproducidas o creadas por la sociedad mexicana.

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