Monday, November 03, 2014

Nuestro corazón de las tinieblas

Estación de paso
Nuestro corazón de las tinieblas
Adrián Acosta Silva
(Publicado en Campus Milenio, 24/10/2014)
En el contexto de la coyuntura de estupor e indignación por los conocidos sucesos de Iguala, el Presidente Peña Nieto declaró que “estos lamentables hechos son un momento de prueba para las instituciones y la sociedad mexicana en su conjunto” (Milenio, 16/10/2014). Esas palabras, pronunciadas desde Los Pinos, se acumularon a las frases toda-ocasión que se utilizan por el oficialismo (priista, perredista o panista, lo usan igual) desde hace varias décadas: Estado de Derecho, Imperio de la Ley, Fuerza del Estado. Es una retórica que intenta colocar una intención central, o un buen propósito, o una ilusión nacional: asegurar el correcto orden moral, jurídico y político de la sociedad mexicana, una idea liberal que se remonta a los objetivos que se plantearon desde, por lo menos, la Constitución de 1824, que se expresó nuevamente en la de 1857 y en la de 1917, hasta alcanzar la narrativa política de los inicios del siglo XXI mexicano. En otras palabras, es una intencionalidad que nos ha llevado casi 200 años en tratar de implementarla, con resultados decepcionantes a la luz de la imaginación de nuestra elites políticas, dirigentes y de poder.
El problema central de los objetos del deseo de la clase política, de los empresarios y de no pocos sectores de intelectuales y de las clases medias urbanas contemporáneas, es definir con alguna precisión que significa la traducción de un noble principio liberal en un contexto que produce comportamientos que no se ajustan a los enunciados categóricos del imperio de la ley o del Estado de derecho. Más aún, no es sólo la debilidad retórica de las frases citadas la que explica su sistemático incumplimiento empírico, sino la capacidad de la autoridad estatal para hacer valer su influencia en los comportamientos de los ciudadanos en general, y en específico para inhibir la acción de las bandas, grupos, tribus y pandillas de depredadores que han aparecido en los últimos años en distintos lugares de la República, como en Michoacán, Guerrero o Tamaulipas.
Se trata de mirar con otros anteojos los problemas sociales relacionados con los estallidos de violencia, barbarie y sangre que hemos atestiguado recientemente en distintos territorios de la geografía nacional, y que ahora vuelven a ponerse en escena con los acontecimientos de Guerrero. Algunos de estos anteojos han interpretado el caso como un “crimen de Estado”, un conjunto de hechos producidos por la participación, la negligencia, la omisión o el descuido por parte del Estado, que explica la proliferación de los grupos criminales que azotan diversas regiones del país. Otros, interpretan los mismos hechos como el efecto de la penetración de esos grupos en las instituciones estatales, particularmente en el ámbito del eslabón más débil del estado mexicano: los gobiernos municipales rurales o semiurbanos como es el caso de Iguala, en Guerrero, o de Apatzingán, en Michoacán, o de Jilotlán de los Dolores, en Jalisco.
Sin embargo, también puede arriesgarse una interpretación adicional: la ausencia del Estado. Es decir, la virtual inexistencia de las instituciones estatales explica la expansión y consolidación de prácticas depredadoras gobernadas por la ley del más fuerte, el más corrupto o el más violento. Desde esta perspectiva, no es la acción o inacción del Estado lo que explica la violencia y al expansión de prácticas criminales, ni las estrategias de penetración o los vínculos entre el crimen organizado y las autoridades locales lo que detona comportamientos violentos de grupos específicos, sino que es justamente el vacío de autoridad derivado de la inexistencia del Estado lo que explica la legitimidad de la violencia y el crimen como motores de un orden social distinto, y rival, al que se imaginan no pocos intelectuales, políticos y funcionarios, incluido el Presidente.
La ausencia del Estado se revela dramáticamente con el secuestro, la muerte violenta o la desaparición de los ciudadanos. El poder de los depredadores se incrementa en contextos de una autoridad pública, estatal, débil o francamente inexistente, que se revela en usos y costumbres dominados no por el imperio de la ley o el estado de derecho sino por la amenaza, el chantaje y el miedo de unos grupos o individuos sobre otros.
Por ello la muerte, el temor y la amenaza, se han instalado desde hace tiempo en el corazón de las tinieblas de nuestro orden social. Configuran las emociones y acciones que gobiernan los comportamientos anómicos de los asesinos, sentimientos, usos y costumbres incubadas pacientemente desde hace mucho tiempo. Tienen evidencias, prácticas y territorios específicos, donde se configuran postales de horror y muerte como las fosas de Iguala y la suerte que parecen haber corrido los estudiantes normalistas de Ayotzinapa. Esas postales producen efectos en los pensamientos, las emociones y las mentalidades que se amontonan hoy frente a las imágenes de cada uno de los cadáveres que son extraídos de los cementerios clandestinos que se han encontrado en el norte de Guerrero. Y es lo que ha llevado a no pocos ciudadanos y autoridades hacia “un deseo, triste y airado, de acción”, para decirlo en palabras de Joseph Conrad. Después de todo, como el mismo Conrad escribió en Nostromo: “La acción es consoladora. Es enemiga del pensamiento y las ilusiones halagüeñas. Sólo en el ejercicio de la actividad podemos encontrar la sensación de dominar a las Parcas”.
Ese activismo es lo que vemos emerger en el escándalo político, público y mediático de las últimas semanas. Se alimenta generosamente de las hogueras de la indignación moral, del miedo y la desesperación de individuos, familias y comunidades, con el ruido de fondo de la ausencia virtual del Estado, de su debilidad práctica y su retórica de ilusiones y vaguedades. Bien mirado, sólo la acción política, colectiva, dirigida hacia la construcción de una estatalidad sólida, puede traducir los principios del Estado liberal y social en prácticas de justicia, igualdad, libertad y seguridad para los ciudadanos. De otro modo, la ley de plomo y sangre seguirá dominado el corazón de las tinieblas de nuestras realidades y pesadillas hobbesianas.

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