Thursday, November 20, 2014

Las universidades y el síndrome del profesor Holyoke


Estación de paso

Las universidades y el síndrome del profesor Holyoke

Adrián Acosta Silva

(Publicado en Campus-Milenio, 13/11/2014)

En 1769, Edward Holyoke, Presidente del entonces Colegio de Harvard durante 32 años (la hoy prestigiosa universidad norteamericana ubicada en Boston), confesaba, lastimoso, a sus amigos, postrado en su lecho de muerte: “si algún hombre quiere verse humillado y mortificado, debería llegar a ser presidente del Harvard College”. Esta frase sintetizaba la experiencia amarga, llena de incertidumbres, presiones, grillas, fracasos y tensiones que el viejo y cansado profesor Holyoke había experimentado en el transcurso de su desempeño como funcionario de ese animal extraño, paradójico y conflictivo que es la universidad contemporánea. La frase también permite entender, más allá del peculiar contexto de las universidades norteamericanas, el hecho de que la conducción institucional de una organización como la universidad es una labor esencialmente política, que requiere un conjunto de recursos simbólicos, académicos e institucionales no sólo para tener acceso al poder sino también para tratar de ejercerlo de manera eficaz, dos caras del mismo proceso que suelen provocar un enorme desgaste a los funcionarios y alimentar, al mismo tiempo, un malestar creciente o latente entre muchos o algunos de los miembros de la comunidad universitaria.

Tal vez las palabras del Holyoke resulten poco apropiadas para el caso de la experiencia de los rectores de las universidades públicas mexicanas, cuya naturaleza tiene que ver más con el oficio de la política que con la capacidad técnica, académica o gerencial del puesto. Pero en ningún caso son frases sinsentido, dado el hecho de que un rector, sea electo o designado mediante determinados mecanismos formales o informales, es el responsable directo de tramitar y gestionar los muchos asuntos administrativos, laborales, políticos y académicos que tienen que ver con una organización especialmente compleja, y donde cada vez más los problemas de la gestión en todas las universidades suelen tener un inconfundible aire de familia, especialmente en el caso de las instituciones públicas.

En el contexto universitario mexicano, los rectores no sólo suelen aparecer como víctimas de sus instituciones, sino también como representantes y beneficiarios de sus prácticas, de sus códigos y limitaciones. Es prácticamente impensable, aunque ocurre, que los rectores universitarios sean figuras que no pertenezcan a las propias comunidades universitarias. A diferencia de lo que ocurre en las universidades norteamericanas, donde los rectores son básicamente gerentes que pueden transitar de una universidad a otra, y que compiten por el puesto mediante su inscripción en convocatorias públicas nacionales o internacionales, en México los rectores son figuras políticas que ocupan un lugar importante en la representación y dirección de las universidades. Por ello, el nombramiento de un rector siempre obedece a razones políticas más que académicas, razones que tienen que ver con las configuraciones específicas que caracterizan las relaciones del poder en cada universidad, tanto internas como externas, que con las sagas o tradiciones de docencia e investigación que se desarrollan en las universidades.

Pero los rectores nunca llegan solos. Suelen ser impulsados y acompañados por consejeros, hombre y mujeres de sus confianzas para administrar y conducir a la institución. Conforman el “gabinete” de su administración por 3, 5 o 6 años, y esos acompañantes son producto de trayectorias académicas, burocráticas o políticas diversas, que proporcionan al rector una red de alianzas y coaliciones más o menos estratégicas o pragmáticas, para tratar de gobernar a la institución con umbrales aceptables de eficacia administrativa, estabilidad y legitimidad política. En otras palabras, un rector o rectora universitaria tiene que gobernar permanentemente en base a una coalición de fuerzas e intereses que permita traducir en clave de gobernabilidad la conducción cotidiana de la universidad. Es la cristalización de la rectoría de las universidades como factor institucional de equilibrios de poder en una organización donde coexisten actores académicos, burocráticos y políticos que establecen relaciones de tensión y conflicto, que a veces producen comportamientos cooperativos pero que también construyen autonomías, bloqueos y límites a la acción del gobierno universitario. Esa es la “otra” universidad, la que habita el corazón político de las prácticas cotidianas de la autoridad universitaria. Es la dimensión del poder institucional, dominada por la negociación y el conflicto, las tensiones que pueden llevar a los rectores a mortificaciones y humillaciones, justo como le sucedió al profesor Holyoke.

Pero no todo es política en la universidad pública. Existen también áreas y zonas de la vida universitaria donde es posible advertir genuinos y serios esfuerzos por consolidar reglas de desempeño académico donde no domine el autoconsumo, la irrelevancia y simulación o complacencia entre profesores y estudiantes, funcionarios y trabajadores, donde la responsabilidad, el compromiso y la honestidad intelectual son los valores centrales del trabajo académico. Es lo que suele denominarse como la cultura académica de la universidad. Hay no pocas evidencias de esa fortaleza genuina de la universidad, la que hace posible el carácter crítico e inclusivo de la universidad pública, la que permite producir intervenciones positivas en el desarrollo del conocimiento, la conformación de redes académicas, la innovación tecnológica, o que fortalecen las tradicionales funciones de movilidad social de la formación universitaria. Bien visto, la conservación y expansión de ese núcleo duro académico de la universidad es lo único que puede permite el fortalecimiento de la institución, debilitando la hiper-centralidad que tiene la tradicional política clientelar y patrimonialista que suele dominar en la organización, o el abrumador peso de las políticas gerenciales, “modernizadoras”, que alimentan hoy el “gobierno de los incentivos” en la conducción de las universidades, o para enfrentar una mezcla fatal de ambas realidades institucionales. Un rector, el que sea, tiene siempre frente a sí, todos los lunes por la mañana en la soledad de su oficina, el ejercicio de varias de las rutinas, incertidumbres y dilemas por los que vivió y sufrió, hace ya más de dos siglos y medio en la Costa Este norteamericana, el sabio pero atormentado profesor Holyoke.



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