Monday, November 10, 2014

Fonseca y la épica de los hachazos


Estación de paso

Rubem Fonseca: la épica de los hachazos

Adrián Acosta Silva

En resumen: las personas son todas unas cretinas
R. Fonseca, “El asesino de los corredores”

(Señales de humo, Radio U. de G., 06/11/2014)

Rubem Fonseca, el gran narrador, novelista y cuentista brasileño, es un escritor duro, directo y despiadado. Como todos los poetas, pertenece al bando del diablo (Lord Byron dixit), y algún tipo de acuerdo debe tener con ese personaje siniestro y fascinante para escribir como escribe. No hay otra explicación. Sus relatos está poblados por personajes comunes que practican hábitos no tan comunes: son ladrones, asesinos, proxenetas, escritores sin éxito, detectives abrumados, amantes confundidos, mujeres sin suerte, abogados sin escrúpulos, policías corruptos, periodistas desencantados. Desde sus primeros cuentos y relatos como Los prisioneros (1963), pasando por Pasado Negro (1986) hasta su libro de cuentos más reciente, Amalgama (Cal y Arena, 2014, México), la obra del escritor brasileño más importante, prolijo e interesante de las últimas cinco décadas explora a golpe de hachazos los misterios de los comportamientos humanos, los deseos y las fantasías que están detrás de las decisiones cotidianas de personajes múltiples y contradictorios que deambulan solitarios en grandes ciudades brasileñas, de Rio de Janeiro a San Paulo, de Minas Gerais a Porto Alegre. Sin contemplaciones ni concesiones de ninguna especie, la escritura de Fonseca es de una arquitectura narrativa elaborada a base de la combinación de realismo crudo y ficción refinada, de retratos en blanco y negro de las pasiones, las razones y las contradicciones de la vida contemporánea de los individuos.

Contra las tendencias dominantes de las escrituras de bestseller y libros de autoayuda, de mensajes optimistas y superación personal que proporcionan inspiraciones para el éxito o “para una vida de prosperidad y abundancia”, Fonseca se adentra no en la bondad intrínseca de los hombres o en la ilustración de los claroscuros de las vidas humanas, sino en los laberintos francamente malditos de la vida de los hombres y mujeres que desfilan en sus relatos. La violencia y la misantropía son las claves de la obra fonsequiana. En Amalgama, encontramos ladrones con principios morales absolutos, que no matan mujeres ni enanos; hombre feos pero ricos obsesionados con el olor, las texturas y el sabor de la vagina de las mujeres; hombres atormentados por sueños y pesadillas que terminan seduciendo a su psicoanalista, mujeres hermosas de rodillas bonitas y racionalidades frías; muchachas embarazadas que abandonan a bebés deformes; mujeres que convencen a sus amantes para que asesinen a su propia madre; hombres que destrozan con bombas a sus hijos; personajes que saben cuando una persona es mala con sólo verles la cara; hombres chimuelos y desesperados que terminan por mentarle la madre a su terapeuta; mujeres pequeñas, pecosas y cabezonas que terminan por incendiar la casa de su vecina; hombres que matan gatos en los parques.

Los 34 brevísimos cuentos y relatos reunidos en Amalgama configuran una atmósfera literaria cargada de reflexiones, impresiones y emociones de individuos que caminan al borde del abismo, que hablan siempre en primera persona, y que son capaces de vivir con las rutinas monótonas y aburridas de las grandes ciudades. En “El ciclista”, por ejemplo, un hombre que trabaja entregando productos de belleza a domicilio, está convencido de que andar en bicicleta por la ciudad proporciona una buena idea del mundo. “Las personas son infelices, las calles están estropeadas y huelen mal, todo mundo tiene prisa, los autobuses siempre están llenos de gente fea y triste”. Lo peor de todo eso, según narra el ciclista, es que “las personas malas, las que golpean a sus hijos y a sus mujeres, siempre orinan en los rincones de las calles”.

La pobreza suele ser el paisaje permanente de sus relatos. Mendigos y pordioseros son personajes infaltables de los cuentos de Fonseca, hombres de “ojos ansiosos de perro callejero” que en noches oscuras “se cogen a las rameras en un rincón”, para sentir “un alivio agónico que los libera de angustias más horribles” (“Noche”); hombres que viven en barracas miserables que matan a los ricos y descubren que la felicidad existe (“Los pobres y los ricos”). Pero también aparecen tartamudos criados por tías “muy buenas y muy jorobadas”, que sueñan con prácticas de sadismo y venden sus casas a desconocidos para descubrir los peligros de soñar despiertos (“Devaneo”). Escritores desesperados por crear una obra exitosa, un best seller, convencidos de que escribir es algo más que representar o expresar una historia: “es urdir, tejer, zurcir palabras, no importa si es una receta médica o una pieza de ficción” (“Escribir”). Misóginos psicóticos que únicamente acechan a mujeres con falda y que odian a las mujeres de pantalones (“El acechador”). Individuos atrapados en crisis psicóticas que intentan aliviar con psicoanalistas, medicinas y asesinatos.

A sus casi 90 años, los cuentos de Fonseca conservan el aire inquietante de un escritor hipnótico, un viejo artesano de las ideas y el lenguaje, que utiliza las hachas afiladas de las palabras y de la imaginación para penetrar en historias breves y deslumbrantes. El hacha como instrumento de escritura, el hacha como parte del arte finísimo de la brevedad. La obra de Fonseca como épica del lenguaje luminoso y estimulante de la literatura, una obra tallada a mano con la meticulosidad y paciencia de un viejo relojero trabajando en una habitación alumbrada únicamente por la luz de las velas.

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