Friday, June 05, 2015

Las uvas amargas de la democracia


Estación de paso

Las uvas amargas de la democracia

Adrián Acosta Silva

(Señales de Humo, Radio U. de G., 4/06/2015.)

Ahora que están a punto de celebrarse las elecciones para renovar el congreso federal, el congreso local y las 125 presidencias municipales de Jalisco, quizá sea útil un balance impresionista de lo que ha ocurrido con la democracia mexicana en los años recientes, y las emociones de hastío, entusiasmo o escepticismo que se han acumulado entre los ciudadanos en el espacio público antes, durante y después de las campañas. Propongo siete tesis y una conclusión (no tan) desesperada al respecto.

1. No hay unanimidad respecto al significado y las prácticas políticas de la democracia mexicana. Aunque predomina entre ciertos sectores la crítica rabiosa a los partidos, a la política y a los políticos, en otros se mantiene la indiferencia y el desinterés, y en otros, quizá los menos reconocidos, predomina un entusiasmo genuino por la competencia electoral. Es decir, hay varios tipos de emociones frente al desempeño de la democracia mexicana realmente existente, no la que se imaginan sus críticos más acérrimos o sus defensores más furibundos. El punto de vista de muchos intelectuales y opinadores no coincide con la experiencia de los militantes de los partidos o los seguidores de los candidatos a los puestos de elección popular, que, no hay que olvidar, también son ciudadanos.
2. La democracia mexicana es una mezcla complicada de frutos deseados y uvas amargas. El accidentado camino de las reformas político-electorales que iniciamos a mediados de los setentas y que se alarga hasta la creación del IFE y su sustitución por el actual INE, fue una ruta explícitamente centrada en alcanzar tres cosas básicas: primero, crear un sistema de partidos razonablemente plural, competitivo, que sustituyera pacíficamente al régimen de partido prácticamente único que conocimos durante casi 70 años; segundo, promover la posibilidad de la alternancia política a nivel federal, estatal y municipal, como producto del respeto del voto y bajo la vigilancia y supervisión de los ciudadanos; tercero, asegurar condiciones de competencia y equidad entre los partidos, para lograr resultados aceptados y aceptables para ganadores y perdedores. Estos eran los frutos deseados de las reformas.
3. Sin embargo, junto a los frutos apetecidos del cambio democratizador tenemos también las uvas amargas de la democracia, sus efectos perversos o no deseados. El cinismo y la corrupción política de los partidos y muchos de sus dirigentes; la proliferación de prácticas ilegales de espionaje a la vida privada de políticos, funcionarios y ciudadanos; la ineficacia, la ineficiencia y el despilfarro de los recursos públicos de candidatos que luego se vuelven solamente representantes de ellos mismos; el arribo de una legión de empresarios, actores, futbolistas, cantantes, burócratas, payasos, lidercillos y académicos que jamás han participado en la vida política, ni son capaces de desarrollar el oficio político, es decir, el viejo arte, o la artesanía, de gestionar y negociar los conflictos.
4. La crisis de credibilidad de la política y la democracia mexicana tiene que ver mucho con las limitadas capacidades de esta forma de gobierno para lograr desarrollo, bienestar social, cohesión, mejorar la calidad de vida de los ciudadanos. Mejor dicho: el déficit de legitimidad de la democracia parece estar relacionado con sus escasas contribuciones al desarrollo económico y social del país. Es una democracia que coexiste en un contexto de pobreza y desigualdad bárbaras, inaceptable para una democracia digna de llamarse así.
5. El clima de violencia e inseguridad que se ha adueñado de algunos territorios y espacios sociales ya afecta a los procesos electorales. El asesinato de candidatos, asesores y coordinadores, militantes y dirigentes partidistas, es la señal ominosa de la penetración de la violencia en las campañas electorales. Según informaciones periodísticas, en este proceso electoral han ocurrido “70 hechos violentos, con 19 políticos muertos en 9 entidades del país” (Reforma/Mural, 29/05/15). Es una violencia política localizada, casuística, específica, pero preocupante.
6. A la sensación de que tenemos una democracia de baja o mala calidad se ha superpuesto la certeza de que, en realidad, no tenemos ninguna democracia, sino autoritarismo puro y duro. Esa sensación, alimentada desde los cubículos universitarios, desde las cantinas o desde las calles, significa que el cambio político mexicano es una mascarada, una farsa, una ilusión o cortina de humo para favorecer los intereses del neoliberalismo y del capitalismo de casino que se ha expandido por todo el mundo. Luego entonces, hace falta una revolución, una revuelta contra los poderes formales y fácticos, que permita construir una democracia desde abajo, deliberativa, honesta, justiciera e igualitaria. El fantasma de lo hora cero de esa democracia plebiscitaria y popular, de la construcción de un nuevo mundo feliz, sin elecciones, sin política y sin partidos, ya deambula en no pocas zonas del ánimo público.
7. Las campañas electorales no son la causa sino la expresión de la crisis de las ideologías y de la degradación de la política mexicana. Cuando las cumbias, la música grupera y hasta el rock forman la banda sonora de las campañas, las imposturas de partidos, candidatas y candidatos, configuran un coro escandaloso pero inocuo de palabras y ritmos de temporada. Los diagnósticos dramáticos, las cursilerías voluntarias y los humores involuntarios, las bravuconerías de ocasión, el tono nostálgico para recuperar la sed de lo perdido, el lamento por el desorden de la cosa pública, forman parte de una narrativa impostada, donde las palabras y las cosas no parecen guardar ninguna relación.

La conclusión, si es que la hay, es que el problema de la democracia en México tiene que ver desde hace tiempo con un cambio de régimen político y ya no solamente como una nueva reforma político-electoral. No es un cambio para hacerla más atractiva, más alegre, o más interesante para medios y ciudadanos. Es para una cosa mucho más sencilla y elemental, pero acaso más profunda: para hacerla más eficiente, menos costosa, más representativa, más legítima. Eso no hará de la democracia, los partidos y los políticos entidades más respetadas por los ciudadanos, ni hará de México el lugar de un mundo más feliz. Pero sí puede devolver a la democracia mexicana cierta respetabilidad como la forma menos mala de gobierno (diría Churchill), una fórmula de representación capaz de coordinar acuerdos y resolver diferencias, donde la ética republicana, el desarrollo social y la política democrática no formen los abismos, desfiladeros y barrancos que hoy tenemos enfrente por todo el país.


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