Friday, August 28, 2015

Vivir muriendo


Estación de paso

Vivir muriendo

Adrián Acosta Silva

(Señales de Humo, Radio U. de G., 27/08/2015)

Hace casi 4 años, en diciembre del 2011, falleció Christopher Hitchens, acaso uno de los más brillantes intelectuales occidentales surgidos en la transición que va de las dos últimas décadas del siglo XX a la primera del XXI. Pensador lúcido y crítico hasta su muerte, con un agudo sentido británico del humor y capaz de demoler a críticas a sus adversarios y a las ideas, prejuicios y creencias que ellos representan, Hitchens fue sorprendido por un cáncer de esófago en junio de 2010, enfermedad que muy pronto lo llevó a la muerte.

Ateo confeso y orgulloso, comentarista político y literario, polemista intimidante e ilustrado, Hitchens enfrentó la muerte con las únicas armas que conoció y practicó a lo largo de su vida: las de la razón. Y producto de ello, fueron los últimos artículos que publicó en vida, escritos mientras se sometía a intensas sesiones de quimioterapia y radioterapia, inyecciones de morfina para mitigar el dolor, pastillas, oxígeno, pruebas de sangre, ilusiones sobre nuevos tratamientos para el cáncer, biopsias, metástasis, trámites y burocracias, imágenes de médicos, enfermeras, ambulancias y hospitales.

Estos textos, publicados originalmente en revistas norteamericanas como Vanity Fair, fueron traducidos al español y publicados en 2012 por la editorial española Debate bajo el título Mortalidad. Es un libro pequeño, que contiene 6 textos breves, algunas notas fragmentarias que quedaron inconclusas a la muerte del autor, y un epílogo escrito por su viuda, Carol Blue. El libro constituye a la vez un veloz recorrido intelectual por la obra de Hitchens y un testamento político-racional sobre la agonía, la vida y la muerte.

Como señala el autor, son notas al vuelo escritas desde “Villa Tumor”, la imaginaria capital de la República de los enfermos terminales, a la cual se arriba desde las costas del país de los sanos al que usualmente muchos pertenecemos durante un tiempo más o menos prolongado.

Pero adaptarse al nuevo país no resultó nada fácil al autor de libros como “Cartas a un joven disidente”, “Dios no es bueno” o “Dios no existe”, tal vez sus obras más conocidas. El descubrimiento del nuevo mundo de enfermos, médicos y hospitales fue un proceso de adaptación amargo, ineludible y doloroso. En las horas largas pasadas en las “tumbas de colchones” (como le llamó Sidney Hook), la mente lúcida de Hitchens pasaba revista a las reacciones de amigos y colegas frente a su condición, el trato de los médicos y su transformación en una suerte de sacerdotes científicos y laicos, la promoción de productos milagrosos que prometen curas instantáneas para el cáncer, su impotencia para resistir los tratamientos contra el mal, las negociaciones de los equipos de “gestión del dolor” que en los hospitales discutían frente a él las mejores opciones para aminorar los efectos devastadores de los tratamientos médicos.

Vivir en Villa Tumor no implicó nunca abandonar las certezas intelectuales, emocionales y morales de Hitchens. Así, las figuras, las frases y las obras de Nietzsche, de Eliot, de Voltaire, de Auden, de Bellow, aparecen junto a sonidos y frases de canciones de Simon & Garfunkel, Cat Stevens, Leonard Cohen o Bob Dylan. Esa mixtura de palabras y sonidos recorre la complicada maquinaria espiritual que Hitchens utilizó para enfrentar la guerra contra la muerte.

Quizá hay dos temas que sobresalen de los ensayos reunidos en Mortalidad. Uno es el de la tentación de caer en las trampas de la fe religiosa como protección o bálsamo contra la fatalidad. La otra es la dificultad que tienen muchos amigos, familiares y aún los adversarios frente a la muerte. Respecto al primer tema –las trampas de la fe- Hitchens recuerda las palabras de Voltaire, cuando en su lecho de muerte lo importunaban y le pedían que renunciara al diablo y murmuraba: “no es el momento de hacer enemigos” (p.26).

Las trampas de la fe son las trampas de la ilusión, sugiere Hitchens, cuando algunos de sus críticos le piden arrepentimientos y conversiones ante la inminencia de la muerte. El lenguaje de las culpas y de las traiciones forman pare de los protocolos utilizados para lidiar con la enfermedad. Y recuerda a Montaigne: “El cimiento más sólido de la religión es el desprecio a la vida”(p. 105).
Las dificultades prácticas de lidiar con la muerte son distintas para el ciudadano de Villa Tumor y para los ciudadanos de Villa Salud. Hay protocolos extraños y contradictorios. Las muestras de solidaridad y de afecto, de compasión y hasta de lástima, se suceden frente a las narices del moribundo. Y aquí Hitchens recuerda frecuentemente una célebre frase de Nietzsche , escrita en Como se filosofa a martillazos (1888), cuando se refiere a las lecciones de la “escuela de guerra de la vida” en la que afirma: “lo que no mata me hace más fuerte”. “Nietzsche se equivocó”, dice Hitchens. Cuando se enfrenta una enfermedad terminal como el cáncer, que te enferma y te debilita, te mata y nunca te fortalece.

Los apuntes de Hitchens constituyen una narrativa de aguas profundas contra la muerte y sus demonios. Pero es también un esfuerzo intelectual por descifrar los significados de nuestra propia educación sentimental para enfrentar la agonía, el dolor y la muerte. Son las palabras escritas bajo el peso de la fatalidad, pero que conservan la lucidez intelectual y emocional de un pensador excepcional, condenado durante 19 meses a “vivir muriendo” como le confesó casi al final a su esposa. Hitchens representa muy bien la lucidez mortecina de un pensador y moralista político al que le disgustaron siempre los sermones y las moralinas, para mostrar hasta el final la entereza intelectual y moral que sólo inspira la razón.





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