Friday, January 22, 2016

La complejidad y el síndrome Humpty Dumpty


Estación de paso
La complejidad y el síndrome Humpty Dumpty
Adrián Acosta Silva
(Publicado en Campus-Milenio, 21 de enero, 2016.)
Desde hace tiempo, en las ciencias sociales de puso de moda un término que con el tiempo se convirtió en un concepto vaciado de significado: “complejidad”. Edgar Morin y Niklas Luhmann fueron, entre otros, dos de los autores más conocidos que impulsaron en los años ochenta y noventa del siglo pasado el uso del concepto para tratar de describir los problemas de las sociedades contemporáneas como problemas derivados del “incremento de su complejidad”. Morin se refería a la complejidad no como el antónimo de la simplicidad, sino como el incremento de la incertidumbre en la vida social, mientras que Luhmann se refería al mismo concepto como el “exceso de posibilidades de realización” en las interacciones humanas. El punto en común era el señalamiento de que los nuevos contextos de las relaciones sociales –políticos, económicos, culturales- habían desvanecido los referentes simbólicos y materiales que estructuraron el orden social durante la segunda mitad del siglo XX, y que habían dado paso a la era del individualismo más feroz (“la sociedad de los codazos”, como le llamó Ulrich Beck), o a la pérdida de sentido del papel de los individuos y sus expectativas en la vida social (la “sociedad líquida”, como la ha denominado Zygmunt Bauman).
Esa discusión penetró en el campo de la educación superior, tratando de identificar con las teorías de la complejidad los nuevos fenómenos observados en este campo. Pero muy rápidamente, el potencial explicativo del concepto se diluyó hasta convertirse en una clásica palabra cacha-todo. Los problemas de bajo crecimiento, de financiamiento insuficiente, de politización, de burocratización o de diversificación, se explicaron como los efectos o las causas (nunca queda claro hasta donde son causales o consecuenciales los problemas del sector) del incremento de la “complejidad sistémica”. Más bien, el abuso del concepto de complejidad condujo a una nueva era de la confusión en el lenguaje público: se usa complejidad como sinónimo de complicado, de difícil, de conflictividad real o potencial, y, en sus versiones más extremas y aún pedestres, de imposibilidad de comprender o hacer bien las cosas, de formular soluciones y alternativas para resolver los problemas coyunturales y estructurales del sector. En otras palabras, se invoca la “complejidad sistémica” como exorcismo de (casi) cualquier posibilidad de formular acuerdos políticos para modificar las políticas públicas que han lidiado con los problemas de la educación superior mexicana en las últimas tres décadas.
Los discursos políticos han encontrado así en el término una nueva forma de designar lo que no es fácil de resolver. Así, por ejemplo, el incremento del tamaño del sistema (más estudiantes, profesores y establecimientos) está asociado a una mayor “complejidad” institucional en términos de gestión y gobierno del sistema, a la multiplicación de las áreas de incertidumbre del sector, que conlleva a problemas de gestión de los recursos, de diseño e instrumentación de políticas para un sistema masificado, incoherente y a menudo contradictorio (en realidad, es un no-sistema). La complejidad se manifiesta, entre otras cosas, en la multiplicación de las ofertas públicas y privadas que ha producido una estratificación acelerada de los mercados educativos, en los cuales se desarrollan procesos diversos de formación profesional y técnica de diferente origen y características, y sólo en una parte menor del sistema (generalmente, las universidades públicas) se realizan cotidianamente las funciones sustantivas “clásicas” de la universidad: docencia, investigación, extensión y difusión. Los establecimientos e instituciones inspiradas en (o reformadas contra) los modelos napoleónicos y humboldtianos de la universidad, coexisten hoy con modelos de formación profesional de carácter técnico-instrumental, de bajo costo y consumo rápido.
La estructuración de estas nuevas ofertas y demandas educativas ha ocurrido en el contexto de procesos de sobre-regulación a las instituciones públicas y de sub-regulación/des-regulación de las instituciones privadas. Y ese es, quizá, el verdadero núcleo duro de la complejidad de la educación superior mexicana contemporánea: la multiplicación de los condicionamientos y restricciones a un sector en aras de la calidad, la evaluación y la eficiencia, combinado con la flexibilización de los incentivos para ampliar el número de jugadores que compiten en los mercados privados de la educación superior. Frente a este panorama, la complejidad no es, no puede significar lo que cada quien quiera que signifique, como diría a cualquier espectador el personaje de Humpty Dumpty en el país de las maravillas. La complejidad nueva o ya enmohecida de la educación superior requiere de una definición clara de las articulaciones político-institucionales que requiere una expansión equitativa de oportunidades y responsabilidades del sector.
A pesar de ello, la retórica de la complejidad parece haber llegado para quedarse en el campo político y de las políticas de la educación superior. No importa tanto su significado ni sus implicaciones semánticas, sino el hecho de que parece legitimar el conservadurismo de las prácticas de la gestión y los afanes, las preocupaciones y obsesiones de la instrumentación de las políticas en el sector. Después de todo, el síndrome Humpty Dumpty forma parte del ánimo público mexicano desde hace un buen rato, donde cada quien decide, según sea el humor, la relación entre las palabras y las cosas.

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