Monday, February 08, 2016

El miedo al Estado



Estación de paso

El miedo al Estado

Adrián Acosta Silva

(Campus-Milenio, 4 de febrero, 2016.)

Hace poco más de una docena de años, después de cumplirse los 60 años del fallecimiento de José Stalin, el escritor británico Martin Amis publicó un inquietante libro al respecto. Koba el temible. La risa y los veinte millones (Anagrama, España, 2004), es un libro acerca del stalinismo en la hoy desaparecida Unión Soviética, pero es sobre todo una exploración en torno a la relaciones entre la tiranía y la libertad, la razón y la muerte, entre las emociones y las ilusiones. Es también una reflexión sobre uno de los soles negros del comunismo soviético, el verdadero mundo alternativo que muchos conocimos a través de los medios, de las discusiones políticas o de la imaginación propagandística prosoviética de los años de la guerra fría. Pero es tal vez, más que nada, un libro que tiene un propósito explícitamente político y moral: es un reclamo a los intelectuales occidentales de izquierdas del siglo XX por la indulgencia, tolerancia y ceguera con la cual trataron al régimen soviético y a uno de sus principales artífices, Joseph Stalin.

La revolución de octubre de 1917, la rusa, como se sabe, fue parte de un proyecto de transformación concebido a partir de la interpretación que Lenin hizo de los textos de Marx y Engels, difundidos en la segunda mitad del siglo XIX en Europa. Los bolcheviques se constituyeron como la potente fuerza organizada que mediante la persuasión y la violencia, el terror y la fuerza, demolió el régimen zarista y edificó el Estado soviético. No se sabía con exactitud, sin embargo, el alto precio que la población rusa pagó por esta estampida dirigida contra los zaristas, los intelectuales (a los que Lenin se refería como “la mierda de la nación”) y, sobre todo, contra los campesinos, el 90 por ciento de la población de todas las regiones que luego se agruparían en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Un aforismo negro de Stalin sintetizaba bien la concepción que alimentaba la utopía bolchevique: “la muerte de un hombre es un hecho trágico, pero la muerte de un millón es simple estadística”. En el período del “gran terror” (1917-1953, del encumbramiento de Lenin a la muerte de Stalin), murieron veinte millones de personas bajo ésta lógica implacable.

Amis reconstruye el estalinismo desde la óptica que historiadores, cronistas y escritores célebres hicieron sobre el período. Pero también hay un poderoso componente personal: su padre fue un creyente sólido del comunismo soviético, un defensor convencido de que las noticias del terror soviético eran puras patrañas del imperialismo occidental, que luego, hacia el final de su vida, se convertiría al conservadurismo y anticomunismo más recalcitrante. Estos dos componentes, el “objetivo” y el “subjetivo” (para utilizar una formulilla tradicional), se entrelazan para darle fuerza argumentativa a las 291 páginas del libro, y para imprimir una enorme carga emotiva y descriptiva a la narrativa de Amis.

Otro aforismo negro de Stalin (“la muerte soluciona todos los problemas. No hay hombre, no hay problema”), revela también el núcleo duro del pensamiento soviético de la época. Demostraba su absoluto desprecio por la vida humana, pues el Proyecto (cuyas claves de entendimiento sólo conocían Stalin y sus acólitos) siempre justificaba la muerte y el terror de los demás. La colectivización forzada significó por ejemplo la destrucción (literal, no metafórica) del campesinado ruso, ucraniano o georgiano, lo que llevó a la peor hambruna ocurrida en tiempos de paz en la historia humana. Contra las resistencias y las protestas se aplicó el aforismo stalinista sin remordimientos, sin miramientos y con precisión mecánica.

Pero es quizá la dimensión del terror interiorizado la más temible de las herencias de Stalin, y en particular, el terror al Estado. Cualquiera podría ser objeto de prisión o muerte frente a lo sospecha simple de su infidelidad al Estado soviético. Por la acción de la checa (la policía secreta soviética, que luego se convertiría en la KGB), o de los vecinos, los condiscípulos, los maestros, o por algún camarada del partido, cualquier persona en cualquier lugar y circunstancias, podría ser acusada de conspiración, traición o debilidad burguesa. Las detenciones podrían ocurrir en cualquier momento y ser trasladado al Gulag, pero ocurrían con mayor frecuencia al anochecer, y entre los ciudadanos soviéticos se desarrolló una especial asociación entre el miedo y la noche, que procreó toda una generación de ciudadanos insomnes. Escribe Amis: “hace falta un poderoso esfuerzo de imaginación para tener una idea de lo que es un miedo que para millones de personas resulta invencible…ese miedo escrito en letras rojas en el cielo plomizo de Moscú, el miedo sobrecogedor al Estado”.

La experiencia del comunismo soviético y en particular, de la tiranía de Stalin, es una lección todavía por aprender, en un esfuerzo por dar la vuelta de página a la historia política moderna. Es un ejemplo espléndido por terrible de uno de los aforismos más conocidos del propio Marx: “la historia siempre se repite dos veces. La primera como tragedia, la segunda como farsa”. El fracaso comunista soviético, y de sus padres fundadores y acólitos locales y foráneos de antes y de ahora, quizá debería curar cualquier posibilidad de repetir el experimento. Pero es sólo, por supuesto, una hipótesis heroica. La muerte como posibilidad de purificación y edificación de una sociedad buena, justa, y feliz, como lo pretendió Stalin, es una ficción que raya en locura. Al final de cuentas, el terror stalinista fue, a la vez, una tragedia y una farsa, una ilusión y una pesadilla. A 73 años de la muerte de Stalin, el miedo al Estado es uno de los combustibles que alimentan la imaginación, las teorías y las prácticas del orden político contemporáneo.


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